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Relatos (y poemas) breves de la Guerra Civil española y la posguerra

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Sáinz-Rozas

La tía Juana (leyenda popular)

 

A principios de Enero, nevó abundantemente. El camino a la estación quedó cortado y los hombres se vieron obligados a palear la nieve hasta excavar una trinchera que permitiera el paso de las personas. Sí, fue un invierno muy duro. En los aleros, los carámbanos parecían los colmillos de algún ogro de los hielos. La fuente también se heló y la leña escaseaba. Las gentes llevaban muchas semanas sin cambiarse de muda y los niños se iban a la cama con ladrillos calientes enfundados en gruesos calcetines de lana. Hubo muchas tardes sin escuela e incluso algunos días en que ni la misma pareja de la guardia civil se atrevió a dar la consabida ronda.

La familia del señor Ignacio estaba pasando hambre. El señor Ignacio oficiaba de maestro "fanegero" en el pueblo. Esto era, que, no teniendo el pueblo maestro del Estado, el ayuntamiento cedía en algunos municipios aforados esta labor a una persona instruida a cambio de un pago en especies, de ahí lo de "fanegero", por las fanegas de trigo que recibía cada curso. El señor Ignacio tenía cuatro bocas que alimentar, su mujer y tres rapazuelos morenos, delgados y vivarachos. Hacía días que la escuela estaba cerrada por falta de leña, y por este y otros motivos, la mujer del señor Ignacio mantenía a sus hijos en la cama hasta muy avanzada la mañana. Así se evitaba el desayuno de los pequeños. El señor Ignacio cooperó de muy buen grado a despejar de nieve el camino que conducía a la estación del ferrocarril. Para él era vital esta comunicación. A cada cierto tiempo, un pariente, una tía lejana que vivía en la Argentina, les enviaba un paquete con provisiones. Y esta ayuda, que era esperada en su casa como si de un día de fiesta se tratara, podía ser en ocasiones lo único con que contaba su mujer para alimentar a la familia en muchos días. Algunas veces, a los paquetes seguían amables cartas donde la tía Juana —así se llamaba su lejana benefactora—, amén de informarles de su delicada salud, se interesaba por sus sobrinos. No en vano eran su único nexo con la madre patria, de la que a muy tierna edad hubo de emigrar. ¡Ah, la Argentina!, se decía el señor Ignacio, cómo me gustaría partir hacia allá. Con el general Perón, ése, que tan malo no debe ser cuando tan bien les va. Pero eso sólo eran sueños. El señor Ignacio ni siquiera tenía permiso para abandonar el pueblo. Su pasado político... Empero, en las cenas —parcas—, cuando la familia se reunía en reverente fruición alrededor de los a menudo exóticos manjares llegados allende los mares, el señor Ignacio tenía a bien hablarles a sus hijos, sobre todo al mayor, que leyendo ya con desparpajo recibía el honor de leer en alta voz las cartas de la tía Juana, tenía a bien, digo, comentarles las excelencias de aquél lejano país que en tiempos pasados fuera posesión española. ¡Qué alabanzas!, todo era poco para ensalzar las maravillas que el señor Ignacio aseguraba a sus hijos se encontraban en las costas del Río de la Plata. Y esta palabra, plata, evocaba en sus hijos un sinfín de riquezas, como mantequilla enlatada, carne en conserva, o sabrosas sopas... ¡Algún día iremos a verlo!, les prometía invariablemente antes de acostarlos.

En marzo llovió, y de las cumbres cercanas los riachuelos se llenaron de furor y remontando las grandes piedras de las torrenteras se descargaron con ímpetu sobre el río, cambiándole el color y la fuerza. Los prados se encharcaron y las calles se llenaron de un lodo profundo, para desesperación de las madres que pese a sus desaforados gritos, no podían impedir que los niños lo pisotearan alegremente. La radio dijo que en el Levante había inundaciones y que todos debían ayudar con un donativo. El señor Ignacio dibujó un bonito termómetro donde la temperatura —en un rojo chillón— subía una peseta por grado. Se alcanzaron los veinticinco grados con cincuenta céntimos. Lo que era mucho en un pueblo donde ningún niño había visto jamás un billete de mil. Se decía que el señor Barriocanal tenía uno bien guardado, y eso no es de extrañar porque era el más rico del pueblo.

La familia del señor Ignacio seguía pasando calamidades aunque menos. La primavera estaba al caer y con ella la leche de la vaca recién parida que generosamente una madre le regalaba, o el rico requesón, o unos torreznos e incluso unas morcillas. A finales de abril recibieron un paquete de la Tía Juana. En buena hora porque a más de que desde el último envío había transcurrido más tiempo del habitual, la penuria se había agudizado esa semana. Era un paquete más grande de lo corriente, y todo fue dicha y gritos de júbilo cuando el señor Ignacio regresó de la estación con el bajo el brazo. Lo abriré esta noche..., dijo muy serio a la pequeña tropa que ramoneaba en su torno, tirando del cordel o disputándose el sello para las misiones. Y así fue, al calor del fogón, el señor Ignacio deshizo con cuidado el atado, rompió el misterioso pero atrayente sello de lacre y desdobló el crujiente papel de envolver. Apareció entonces la caja de cartón acanalado con que la Tía Juana protegía las viandas, y abierta aquélla, unas hojas de periódico que si bien estaban impresas en castellano, por la raro podían ser las noticias de Australia. Salió a relucir la leche condensada, los paquetes de tallarines —unos fideos tan grandes como juncos—, los sobres de flanín, los bizcochos —¡americanos!—, las latas de carne, las sopas de bote, el chocolate también americano... y..., ¡qué sería aquello!, una caja de un bonito color azul con un precinto cárdeno formando un lazo elegante. La mujer del señor Ignacio la sopesó con un brillo en los ojos.

—¡Ábrela! —le pidió a su marido. Y la emoción se reflejaba en su avejentado rostro.

Con mucho cuidado, el señor Ignacio quitó el lazo doblándolo y dejándolo a un lado, retiró la tapa de la caja y encontró un envoltorio de papel de plata cuyos satinados resplandores aún hicieron cobrar más esperanzas a su mujer. El señor Ignacio dudó un momento si romper el magnífico envoltorio.

—¡Anda hijo, abre —le reprochó su mujer.

—¡Calma!

Rasgó una esquina con un cuchillo, amplió la abertura y dejó a la vista un extraño polvo gris.

—¿Qué es, papá? —le preguntaron los niños.

—No lo sé, ¡coño! —se enfadó el señor Ignacio por la premura.

—¿Será una sopa? —aventuró la mujer.

—¡Pues claro!, ¿qué va a ser?

—¿Y cómo la hago?

Pero la caja no traía ningún tipo de instrucciones, no había ni una sola letra en todo su contorno.

—Pues... —dudaba el señor Ignacio—, como las otras..., como esas americanas, calentándola con agua.

Y viendo que sus hijos merodeaban peligrosamente alrededor de las viandas, añadió: ¡Venga, venga, retira todo esto!

Aquella noche la cena fue más agitada que de costumbre. La mujer del señor Ignacio puso los platos sobre la mesa, cortó unas finas rebanadas de pan y sirvió la sopa. Tenía un aspecto cremoso. Los niños dudaron de meter la cuchara en el plato.

—¿Está sosa? —preguntó su madre desde el fogón.

El señor Ignacio probó una cucharada, no sabía a nada pero pasaba por la garganta con contundencia. Añadió sal y volvió a probar. No variaron mucho las cosas. Sus hijos le miraban sin decidirse.

—Venga, a comer.

—Yo no quiero —dijo el menor.

—¡Vamos!

—Es que pica, papá —terció el mayor.

—No quiero oír ni una palabra, hasta aquí podíamos llegar, ¡desagradecidos!

Cuando la madre la probó puso mala cara.

—A lo mejor la hemos hecho mal.

—Sí, hombre —se irritó el señor Ignacio—, dales argumentos a los niños.

Hubo llantos y un cachete antes de terminar la cena, pero todos se la comieron. Sin embargo, la mujer del señor Ignacio escondió en un hueco de la alacena el sobrante. No le convencía aquella sopa americana. A lo mejor, en la próxima carta, la Tía Juana les decía cómo había que prepararla.

Pero la misiva tardó en llegar. Fueron muchas las veces que el señor Ignacio bajó a la estación y se sentó en un banco a esperar al correo fumando un cigarro a la vera del guardagujas, mientras comentaban que la mujer del Cosme estaba fuera de cuentas y que el hijo del Martín había vuelto en un barco de la Rusia con dos dedos menos que se llevó el frío. Al paso del tiempo, el señor Ignacio espació sus paseos hasta la estación. Los problemas cotidianos le hicieron olvidar una poco a la tía Juana y además el ayuntamiento le proveyó de parte de su salario, con lo que pudo pagar sus deudas y adquirir las cosas que tanto necesitaba. Una tarde hasta llevó a sus hijos a Medina a ver una película donde un pulpo gigante se abrazaba a un exótico submarino mandado por un capitán hindú y loco. ¡Qué emocionante!

La cigüeña volvió a anidar en la torre de la Iglesia, los días se hicieron más cálidos, y fueron a coger caracoles una tarde que hubo tormenta. Y en la pascua, los hijos del señor Ignacio se comieron el bollo cocido con chorizo entre las zarzas del río, espiando a los mozos y mozas que se manoseaban al resguardo de los breñales. Empero, un día subió al pueblo el guardagujas y le dio al señor Ignacio una carta de la Argentina, quien se la metió en el bolso de la deslucida chaqueta y sólo a su regreso a casa, casi anochecido, se la dio al hijo mayor para que la leyera. No era la letra de la tía Juana y eso les extrañó. Habían acabado de cenar y mientras el señor Ignacio se echaba un pitillo repantingado sobre su silla favorita y su mujer fregaba los cacharros, el rapaz dio comienzo a su lectura:

Estimados señores —leyó con alguna dificultad—. Al recibo de ésta se extrañarán de que no sea su pariente quien personalmente les escriba, pero las circunstancias lo impiden. Mi nombre es Alberto Flores y fui durante muchos años vecino y amigo de su tía. Tengo el penoso deber de comunicarles que su tía Juana ha fallecido...

El niño se detuvo en su lectura, el señor Ignacio se quedó con el cigarro colgando de los labios y su mujer dio un gran suspiro.

—¡Jesús! ¿Y qué vamos a hacer ahora?

—¡Calla! —dijo su marido—. Quizá nos haya dejado algo —y le ordenó a su hijo seguir.

Fallecido... —continuó el chico—. Los pormenores no vienen al caso, supongo que ustedes sabían de su mala salud y precaria situación económica. Ajustadas las cuentas de sus funerales y otros gastos, apenas quedó plata para saldar sus deudas...

—¡Este nos ha fastidiado! —exclamó el señor Ignacio—, seguro que se ha quedado con todo.

—¿Sigo? —preguntó el hijo mayor. Y siguió:

Teniendo en cuenta, sin embargo, que el mayor deseo de la finada era reposar en España, y no disponiendo yo tampoco de los recursos necesarios para enviarles sus restos, me tomé la libertad de incinerar su cuerpo y mandarles las cenizas junto con las provisiones que amorosamente su tía recogía para ustedes y que por culpa de su enfermedad aún no había tenido tiempo de empaquetar. Nada más. Un saludo afectuoso. Atentamente suyo...

S-R.