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Relatos (y poemas) breves de la Guerra Civil española y la posguerra

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Nil Thraby

Gerda se muere

Dicen que ¡Me muero! fue su último grito. Dicen que en realidad no salió de su boca y que sólo fue oído – días después – en París. Dicen que este grito silencioso le llegó a Capa de las hojas muertas de un periódico que estaba leyendo una mañana en el barbero, cuando ya no pudo hacer nada. Dicen que incluso para morirse él también ya era tarde – o pronto, según se mire.

Las tenazas rebeldes se estaban cerrando alrededor de la Madrid republicana. Pasaría pronto lo que nunca debió de pasar por el grito valiente que hasta hacía poco había mantenido la cuidad viva. Sí pasarían.

 

 Dicen que descolgó: »Ted, tengo un coche«, un coche para ir a Brunete, a la ofensiva de los rebeldes, a las aves negras en el cielo con el escudo de la Legión y a los muertos, por doquier. Dicen que a mediodía llegaron al cuartel: el temeroso Ted Allan y la fuerte, la guapa, la indestructible Gerda Taro.

No andaremos con chiquitas (Personajes: Gerda Taro llevando su perrito Ted Allan atado, General Walter. Ubicación: comandancia de la división. Escena: El general está recogiendo papeles de su escritorio, nervioso, y los pone y saca indeciso de su cartera de cuero marrón. Su uniforme está abierto y el pelo sin peinar, lo que le da un toque desenfadado y atractivo. Su cuerpo desprende un olor a sudor frío, ácido de miedo. Gerda, sin esperar que prestara atención, le acaba de decir que quiere documentar la ofensiva de los rebeldes.)

General: (sigue ordenando nervioso) ¿Usted sabe lo que está pasando aquí?

Gerda: (tranquila) Sí, general.

Ted: (ladra con voz pequeñita) A sus órdenes.

General: Entonces vuélvanse lo más rápido posible a Madrid, Barcelona o donde quieran. Aquí vamos a desaparecer, no podemos con ellos. Los pájaros se han levantado pronto y sus heces manchan en un rojo más muerto que vivo.

Ted: A sus órdenes.

Gerda: (sacando el pecho) He venido desde la lejana ciudad de París para llevar conmigo el testimonio del dolor de su tierra, general. Para que los pueblos unidos escuchen su grito de indignación delante unos rebeldes fascistas que dan muerte a compañeros y compañeras. No he venido a cobijarme detrás de las murallas de una ciudad que – si no fuera por la valentía de sus ciudadanos – habría caído ya en manos del enemigo.

General: (para de recoger y la mira estupefacto. Se queda pensando un momento) Sabe usted, esas fueron más o menos mis propias palabras ante las tropas hace apenas unas horas. Pero entonces el día no había amanecido y no se había levantado todavía el cuervo rapaz para cantarnos su terrible canción. (De repente se da cuenta que está perdiendo tiempo muy valioso con la fotógrafa y su perrito)  ¡Lárguese de aquí! ¡Váyase a la ciudad o si por mí fuera al infierno! Tengo cinco minutos para marcharme y no puedo perder el tiempo con gente como usted. Salve esa bonita cabeza rubia para que no se vuelva un redhead, como dicen los ingleses. ¡Váyase ya, es una orden!

(Exeunt.)

Dicen que huelga explicar que no se fueron ni a Madrid, ni a ningún sitio. Gerda, haciendo caso omiso a las órdenes del general, y el tan, pero tan enamorado Ted se cobijaron en un agujero que casi no les podía dar cabida. Dicen que él estaba aterrorizado por los sonidos que le llegaban y a la vez excitado por el perfume de ella y porque su brazo tocaba el suyo. Ella, como si no se removiera la tierra con el cielo, armaba el obturador una y otra vez.

Dicen que –Larguémonos de aquí – hubiera querido gritar él mientras, como un gato enfurecido, bufaban las bombas. Fue entonces cuando se planteó la muerte como algo inevitable que de todos modos tenía que pasar algún día, dicen. ¿Qué mejor entonces que morir a su lado, oliendo su cuerpo, tocando su piel? La miró con el amor auténtico del que jura que hasta su muerte no se separará jamás. Dicen que censuró el pensamiento de que hasta el desenlace del juramento no pasaría demasiado tiempo.

Dicen que ella no parecía darse cuenta, ni de sus pies entrelazados, ni del efecto erotizante de su aroma, ni de su mirada de marido de facto, ni, en realidad, de su propia existencia. La rabia negra le ofuscó la vista a Ted y se desmayó.

Dicen que ella sí se había dado cuenta tanto de su presencia, como de su estado. ¿Cómo no podía hacerlo?, dicen, ya que él gemía, susurraba, giraba la cabeza de un lado al otro y repetía, siempre repetía: »De aquí no saldremos, de aquí no saldremos con vida.« Gerda no era ni tan dura, ni tan tonta, ni tan suave, ni tan guapa, ni tan presumida, ni tan desagradecida, ni tan enamoradiza como lo relata la fama, dicen. Pero sí era profesional, sí era una fotógrafa excelente y sí sabía que el cobijo no daba sitio para dos personas y además una escena de amor o, en su falta, de sexo. Dicen que no tenía la sangre tan fría como se ha repetido enésimas veces, sino que simplemente se apoyaba en su profesión, en su Leica y en el pensamiento de que la muerte no existe.

Dicen que cuando finalmente cesaron los ataques, se levantaron de su refugio llenos de tierra y de polvo y se encaminaron hacia Villanueva de la Cañada.

Mires donde mires: blancos (Personajes: Gerda Taro, Ted Allan, veinticinco mil muertos. Ubicación: campo santo de la batalla de Brunete. Escena: En la carretera, en los campos antes de trigo ahora de hierro, en los fosos vueltos fosas, cuerpos desanimados, desalmados, muertos. De sus bocas retorcidas sale la melodía espeluznante del canto fúnebre judío. Ted lleva Gerda de la mano. Se gira enloquecida de un lado al otro, oyendo la canción que de aquí unos días cantará su padre de rodillas a su féretro. Ted borra de su vista tal infierno y simplemente se siente feliz de haber escapado de la ofensiva con vida.)

Gerda: ¿Oyes esto? ¿Oyes el canto de los muertos a los muertos? ¡Ay de nosotros si esto es el himno de la República!

Ted: ¡Estamos vivos! Todavía no me lo puedo creer, amor mío. Si te tengo que contar la verdad, estaba cagado de miedo, allí en nuestro cobijo. ¡Tenía tanto miedo a morirme! No sé cómo podías estar haciendo fotos. Yo sólo pensaba en nuestra supervivencia, en nuestra vida después de todo eso, darling. En cuanto lleguemos a Madrid, nos escapamos a Inglaterra, a los Estados Unidos o a Pernambuco si te parece. ¡Fuera de aquí! Si nos hemos escapado de esta, Dios santo en el cielo nos estaba guiñando el ojo para que nos largáramos ya. (Coge la mano de Gerda y aprieta sus labios contra ella.)

Gerda: Qué horrible canto de mi juventud, olvidado dulcemente. Esperaba no volver a oírlo nunca más. ¿Serán judíos todos los soldados muertos? ¿Habrán muerto otra vez todos los hebreos de este país? ¿Se repite la historia realmente en círculos? ¡Ay, qué futuro más negro que veo! Rápido, larguémonos, que aquí ni siquiera mi cámara sin alma ni pena quiere trabajar.

Ted: ¿Notas el aire tan rico del verano pacífico que nos llega desde nordeste? Allí, donde está París y los puertos todavía libres que nos servirán para irnos lo más lejos posible. Ven rápido, que allí veo un turismo que nos puede dar una mano en nuestra fuga hacia un futuro espléndido.

(Exeunt.)

Dicen que efectivamente hubo un coche negro como lo vio Allan. Era el coche del general Walter y corría a toda prisa hacia las líneas amigas y supuestamente seguras. Allan agitó su brazo fuertemente, con el fin de que parara. Se apresuró, estirando la hechizada Gerda de la mano, para llegar a tiempo a la carretera. El coche paró para esperarlos. Dicen que cuando se acercaron suficientemente vieron que no viajaba en él el general, sino tres heridos desmayados del frente. En el estribo ancho se veían manchas frescas de su sangre. El conductor estaba arrancando el motor en el preciso instante cuando la fotógrafa y el enamorado se subieron al estribo. Gerda dejó caer en el asiento delantero su Leica querida y prestada del ausente Capa, quien antes de marcharse de Madrid había pretendido en vano convertirse en su marido. Dicen que en cuanto Gerda había dejado la Leica en el asiento, sintió un gran alivio. Las mejores fotos de su carrera estaban a salvo. Tenía todo en la máquina, el ataque, los aviones, el dolor de los republicanos. Decidió que también dejaría sus recuerdos y el terrible canto judío en ella.

No llegaron muy lejos en el coche fúnebre, no obstante, hasta encontrarse otra vez con los rapaces crueles que sembraban los campos con su guano venenoso.

Dicen que salió de repente, con su barriga abierta. Sus niños cayeron al suelo y abrían brechas sangrientas. También salió de repente, como de la nada dicen, un tanque enloquecido sin rumbo alguno. Salió tan veloz que su camino de animal en fuga era indescriptible e impredecible. El conductor dio un golpe abrupto de volante con tal de salvar el coche y sus viajantes del destino seguro de ser aplastados. Dicen que no lo consiguió del todo, faltaba muy poquito, tan sólo unos centímetros para evitar el choque. El tanque rozó el turismo en la parte delantera y la chapa se deformó con un gemido temible bajo la fuerza brutal. El turismo se encabritó y se sacudió a los jinetes del estribo. Primero, sorprendida, cayó Gerda y tan sólo un instante después Ted. Un instante, sin embargo, decisivo. Dicen que cuando Gerda se vio caerse justo antes de que pasara el tanque quiso gritar, pero le faltó el aliento, el sostén y el tiempo. De repente todo era tierra, hierro, piedra y dolor.

El tanque pasó por encima de ella justo por debajo de su cintura. Sus huesos crujieron debajo de las cadenas y se rompieron con la facilidad de un fajo de espaguetis antes de verterlo en el agua hirviente. Cuando había pasado el monstruo no quedó más que papilla donde antes había habido piernas, muslos, pies y dedos. La pared abdominal se había roto y las entrañas grises habrían salido si no hubiera sido por la fuerza de su propietaria. Dicen que con las manos blancas de esfuerzo se las aguantaba dentro de lo que quedaba de su  vientre. No se había muerto. En la ambulancia le pusieron sangre para reemplazar la que había mojado la tierra seca de la sierra. Le inyectaron morfina para callar el grito que ni siquiera había podido salir de su interior herido.

Juicio de Dios (Personajes: Gerda Taro, el ausente Robert Capa. Ubicación: hospital del frente “El Goloso”, El Escorial. Escena: A cientos de metros de altura y entre miles de agonizantes heridos Gerda yace sobre un lecho empapado de su jugo arterial. Frívolamente cerca de donde Goya pintó las Majas sonámbulas, la fotógrafa se desdibuja en sus sueños alucinógenos. Robert Capa está vestido de príncipe azul, armadura incluida, Gerda de dama, pero lleva botas de llanero.)

Robert: ¿Dónde estás, mi amor?

Gerda: Aquí, aquí, ¿no me ves?

Robert: Sí, pero sólo veo la mitad de ti. ¿Dónde están tus pies pequeños, dónde el movimiento excitante de tu cadera?

Gerda: ¡Chist!, no hables más, tú que siempre muges demasiado. Déjame susurrar a mí que no dispongo de mucho tiempo más.

Robert: (callado) ...

Gerda: ¿Sabes que me pasó? Estaba sacando las mejores fotos de guerra que nunca viste, mucho mejores de las que haces incluso tú, quizá hasta mejor que la tuya del miliciano que tan bien se vende. Estuve escondida en un hoyo directamente detrás de la acción. Más cerca imposible. Incluso les llamé a orden cuando quisieron abandonar el lugar. Tragué tierra, aguanté las detonaciones, ignoré los gemidos de miedo y de placer de Ted Allan. Apreté, apreté, apreté, hasta que se me agotó la película. Tenía miedo, sí, como tú también siempre tenías miedo cuando estuvimos en medio del infierno. A la vez, sin embargo, me sentí invisible, invulnerable y como un ángel que estando no está. Cuando todo ya había acabado, cuando pensaba que ya habíamos pasado el peligro, cuando ya percibí el olor de nuestro hotel de París en mi nariz cubierta de tierra, entonces fue cuando apareció el avión, el pánico y el tanque que me hirió de muerte. Porque me estoy muriendo, ¿lo sabes?

Robert: (suave, protector, como intentando esconder una verdad horrible a una niña) ¡No digas disparates! No te estás muriendo: estás muy bien, un poco cansada, algo herida. Estarás unos días allí, recuperándote y luego vienes aquí a mi lado, nos casamos y nos vamos a los Estados Unidos, donde viviremos felices, tendremos muchos niños y nos moriremos juntos algún día muy lejano. Duerme, mi pequeña, duerme, que despertarás en mis brazos.

Gerda: (despierta de su estado de ánimo melifluo y recobra – enojada – su fuerza) Eso quisieras, Robert. ¿No dejé bien clarito que no quiero casarme contigo? Ahora que estoy en mis últimas, te voy a decir por qué. Tendrás que vivir con mis palabras hasta el final de tu vida y querrás que nunca me hubieras vuelto a hablar de eso. Tú piensas que la mujer más deseable tiene la cabeza de puta y el vientre de madre, pero yo no soy ni una ni la otra. Tú piensas que eres el mejor fotógrafo del mundo, pero yo hago mejores fotos. Tú piensas que tu manera alegre es la propia de un gentleman, pero yo pienso que simplemente eres superficial. Tú piensas que el dinero está para gastarlo con las dos manos, pero yo te he visto con un lápiz masticado, haciendo cuentas tacañas. Tú piensas que el mundo se revuelve en torno a ti y esto, mi amigo, es cierto. Si en tu universo sólo hay un único sol, ¿cómo no va a estar en el centro? No te debí de llamar para despedirme. (Su cuerpo malherido da un brinco fuerte y su cara se distorsiona.)

Robert: (grita) ¡No! (Exit para cambiar rápidamente su hábito y vuelve a aparecer vestido en el negro del cantaor. Entona:) ...no te vayas todavía, no te vayas, por favor...

(Entran un médico y dos enfermeras cantando la misma canción, mientras suben la manga sucia de la chaqueta de Gerda, cortan la circulación sanguinaria del brazo mediante una goma, sacan una jeringa con un calmante y se lo inyectan. Exeunt médico y enfermeras.)

Gerda: (vuelve en sí) Ay, Robert, me muero. ¡Cómo duele!

Robert: (ha utilizado el momento para volver a cambiarse. Luce otra vez su armadura añil. Ahora desenvaina su espada y la levanta hacia el sol.) Gerda, Gerda, te he querido, te quiero y siempre te querré. ¡Lo juro!

Gerda: (débil) Sí no sabes lo que quiere decir amar. Amar, Robert, es volverse doble estrella y atravesar juntos la galaxia. La revolución de un planeta alrededor de una estrella central, eso, Robert, no es amor. (La muerte se presenta, sacudiendo una y otra vez el cuerpo gastado. Con las fuerzas desapareciendo, Gerda pronuncia su último monólogo.) ¿Sabes lo más rabia me da? Que escribirán de mí que he sido tu mujer, que fui muerta en batalla y basta. De ti llenarán libros sobre libros, los ilustrarán incluso con fotos hechas por mí, porque pasarán a ser las tuyas, como ya ha ocurrido más de una vez. Dirán que me querías, quizás incluso que fui el gran amor de tu vida y que nunca superaste mi muerte. Pasarás a la historia como uno de los mejores fotógrafos de guerra y yo simplemente como la cabezuda que era tu mujer y que se empeñó, enseñada por ti, a copiar a su marido haciendo fotos. Tú utilizarás este cuento mentiroso hasta para ligar. ¡Ay! Si no fuera por que me estoy muriendo, sobreviviría para enseñarle a la historia que la verdadera Gerda tiene algo más que explicar.

Robert: (Baja la espada, empalidece. Ya se acabaron las bromitas. Finalmente serio.) ¿Así te quieres morir, mi amor, con una maldición en la boca? Así, ¿sin una palabra de cariño para mí?

Gerda: Así.

 

 Cuando, hacia las cinco de la madrugada, Ted Allan preguntó por Gerda, le aplicaron una fuerte dosis de calmante. Gerda había pasado a los manos de historiadores. Dixit.

 

NOTA DEL AUTOR: este cuento es un trabajo de pura ficción, considerando la realidad de los sucesos simplemente como un esqueleto que hay que cubrir con carne de imaginación para suavizar la simple crudeza de la realidad. No se pretende que las figuras descritas tengan semblanza más que superficial con los personajes históricos. En especial, la figura de Ted Allan coincide sólo en pocos aspectos triviales con una persona real del mismo nombre. Su memoria como compañero del último día de Gerda Taro no se ha querido comprometer de ninguna de las maneras.

 

Los títulos para las escenas 1-3 son citaciones auténticas de oficiales de la Legión Cóndor.