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Relatos (y poemas) breves de la Guerra Civil española y la posguerra

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"Miguel"

Sáinz-Rozas

Llovía con profusión cuando unidades de la sexta brigada de Navarra entraron en el pueblo. Era una lluvia fina y persistente que en el transcurso del día había calado en los cuerpos de todos los soldados. El agua, chorreando desde la boina, se deslizaba por el cuello terminando por empapar el pecho y la espalda. En un recodo a la entrada del pueblo, unos raros vehículos blindados, aunque de formidable aspecto, servían de refugio a un variopinto grupo de soldados. Habían desplegado sus capotes en batería, y a su cubierto comían pan y sardinas en lata, atizándose a cada rato un buen trago de vino de la bota que portaban. Los fusiles, fríos y húmedos, reposaban a su vera en particular pabellón. Más a la derecha había una huerta, y un pozo tras unos manzanos repelados. Un soldado ojeroso, subidas las solapas de su capote, contemplaba ensimismado la tapa de madera del pozo. Un limaco se deslizaba por ella dejando un rastro brillante que prontamente limpiaba la lluvia. El soldado llevaba el correaje por encima del capote, de suerte que este se le agrandaba en los hombros dándole una apariencia más gruesa de la que en realidad le correspondía por su constitución. Sonaron algunos morterazos que cayeron a un par de cientos de metros, donde la infantería aguardaba, al resguardo de unas tapias de piedra, el momento de avanzar. Tras los morteros se inició un tiroteo en el que destacaba el tableteo de una ametralladora. Después, cañones del quince y medio —la leona— comenzaron a martillear las posiciones nacionales. La tropa se tiró al suelo, todo el mundo sabía que el belga que dirigía la batería roja tenía una puntería endiablada. Sin embargo, esta vez el cañoneo duró poco y no hubo que lamentar bajas. Las tropas nacionales se encontraban a la espera de un claro en las nubes que permitiera a la aviación desalojar a los gudaris de unas colinas cercanas.

El soldado que se encontraba junto al pozo parecía completamente ajeno al frente, en realidad estaba de suerte. Un flamante pase para pasar un permiso en Burgos se hallaba en su bolsillo. Y aun formando parte del escenario bélico, él estaba un poco ausente. Lo único que verdaderamente le interesaba era ver aparecer el camión que le alejaría de los combates. Después..., quince maravillosos días en casa, ¿no era para sentirse dichoso?

Para hacer tiempo caminó por una de las empedradas calles del pueblo que conducían a las afueras. En una plazuela, los sanitarios habían instalado un improvisado puesto de socorro. Varios heridos reposaban sobre camillas esperando la evacuación. Había también prisioneros rojos, incluso heridos. Tenían los ojos bajos y gemían en sordina, como si su condición e incierto destino no les permitiera aye alguno.

—¡Tranquilo, tranquilo! —le susurraba un gudari a su compañero herido en el vientre. Otro, que parecía ileso, se levantó al paso del soldado y le pidió tabaco.

—Ya hemos luchado por Euskadi —le dijo apenas recibió el pitillo.

Al soldado no le cayeron bien aquellas palabras.

—¿De dónde eres? —le preguntó al gudari.

—De Bilbao, me reclutaron hace unos meses, pero para mí ya se acabó la guerra.

Y le contó que su familia tenía parientes en la zona nacional, que ellos eran de derechas y otras cosas más.

Pero al soldado no le gustó su charla nerviosa y meritoria y le dejó plantado. Algunos paisanos estaban asomados a los dinteles de las casas y mano contra mano preguntaban a uno y a otros por el paradero, suerte o infortunio de fulano o mengano. En eso se le acercó una mujer.

 —¡Miguel...! —le espetó.

—¿Miguel? Me confunde usted.

La mujer tenía los ojos claros, casi transparentes. El cabello trigueño y la piel limpia y sonrosada. En su cara se dibujaban las emociones de su equívoco.

—¡Miguel! —repitió. Y ante el asombro del soldado la mujer perdió todo su color y cayó desmayada. Se apresuró a recogerla. La sostuvo a duras penas y con ayuda de algunas comadres, la sentaron en unas escalinatas hasta que poco a poco se reanimó.

—Creo que me confunde usted —le insistió el soldado.

—¿No eres Miguel?

—No. Me llamo Anselmo. 

—Eres igual que él, que Miguel —aseguró ella. 

—¿Un soldado, quizá? —aventuró Anselmo. 

—Murió... 

—¡Ah!, lo siento. 

Se habían quedado los dos solos bajo los sopórtales de un caserón. Seguía lloviendo y sin visos de escampar. La mujer llevaba un sobretodo aviejado que chorreaba. 

—¿Es usted del pueblo? —le preguntó el soldado. 

—Aquí nací. 

La mujer no dejaba de mirarle. En sus ojos, Anselmo adivinaba el dolor, la sorpresa de la falsa reaparición. Se sentía incomodo y apenas sabía que mentar. 

—Lo siento mucho —volvió a decir, e hizo ademanes de marcharse—. Estoy esperando un camión. 

—Eres igual que él... 

Anselmo asintió. 

—Quizá lo hayas conocido. 

El soldado iba a decir que no, que nunca había conocido a nadie que se le pareciera. 

—Te enseñaré una fotografía. Vivo aquí al lado. 

—Bueno... 

La mujer le contó que la mayor parte de los habitantes del pueblo habían huido, pero que ella decidió quedarse, que ya no tenía nada que perder. Y Anselmo, que había oído esta historia tantas veces y de tantas bocas entristecidas, sólo supo confirmarlo con la cabeza. 

La casa presentaba impactos de bala. Los cristales de los ventanales estaban rotos y el ennegrecido marco del portón fuera de los goznes. Había casquillos esparcidos por el zaguán. Ella entró dentro de la casa y Anselmo se sentó en un poyo de piedra. Olía a requesón y a heno. Un gato completamente blanco dormía hecho una bola sobre una manta vieja. Mientras tanto se lió un pitillo. 

—Mira —dijo la mujer de vuelta con la foto. 

Se trataba de una fotografía ya antigua, pequeña, encanecida en sepia y con el borde quebrado. El retratado era un apuesto mozo de facciones norteñas. No le encontró ningún parecido, bueno, quizá los ojos... 

—¿Verdad qué sois iguales? 

—¿Eh...? Sí, sí —respondió Anselmo algo confuso—. No lo conozco. Nunca le había visto... ¿Su marido? 

—Murió hace unos meses, en Irún. 

Anselmo no se atrevía a preguntarle en qué lado, aunque tampoco le importaba mucho. Comprendía los sentimientos de la mujer, pero ardía en deseos de marcharse. El pase de su bolsillo le incapacitaba para acercarse al drama. No obstante, tampoco tenía valor para despedirse de la mujer por la buenas. Esta le invitó a pasar, le enseñaría más cosas, si acaso quería tomar algo o secarse en el fogón. 

Sin darse cuenta se encontró sentado en un taburete, despojado del húmedo capote y con un pedazo de pan y de queso en la mano. La mujer hablaba. Que perdonara la confusión, que de dónde era, si tenía madre o novia... 

El calor de la cocina le reconfortó. Agua, sal y un lugar junto al fuego. las obligaciones de los paisanos para con la tropa. En la charla de la mujer, Anselmo comenzó a dar cabezadas, y ésta le dejó porque sabía que los soldados se duermen en cualquier parte. 

Anselmo roncaba ligeramente, un resoplido suave pero homogéneo, propio de los hombres que duermen a la intemperie. La mujer, que había recobrado su compostura de ama de casa, le arropó con una manta de cuadros verdes y negros, luego tendió el capote en el cordel que corría de pared a pared de la cocina y lo dejó secarse. Derrochaba ahora actividad. Cortó pan y preparó una sopa para la cena. A veces se quedaba prendada del reposo del soldado, le miraba tontamente y para sí murmuraba palabras en su lengua vernácula, después reanudaba sus labores con más brío. 

No mucho rato más tarde, Anselmo dio un respingo y se despertó con cara de no saber dónde estaba. 

—Te quedaste dormido —le tranquilizó ella. 

El soldado consultó su reloj. ¡El camión! —se dijo. Y con gestos apresurados y murmurando excusas incomprensibles recogió la boina, el correaje y su capote, dispuesto para marcharse.

—Hice de cenar —musitó la mujer mirándole a los ojos. 

—No, no..., no puedo..., me voy de permiso. A casa. 

—¿A casa? 

—Adiós... 

Ella no dijo nada, se quedó sentada viendo como Anselmo se ponía las trinchas. Un par de veces sus miradas se cruzaron. 

—Te pareces tanto... —dijo finalmente. 

—Adiós, quizá nos volvamos a ver. 

Caminó a grandes zancadas por las ya oscuras calles del pueblo. El tiroteo había cesado al igual que la lluvia. De los montes cercanos se elevaba el vapor blanco de la evaporación. Tropas de infantería con sus oficiales a la cabeza entraban en el pueblo. Todos eran muy jóvenes. Un alférez de lampiño rostro daba órdenes con mal humor. Estaban cansados y querían encontrar refugio antes de que cayera la noche. "Alférez provisional, cadáver efectivo", pensó Anselmo, molesto por las voces del oficial. 

Cuando alcanzó el puesto de mando de su compañía se llevó un gran disgusto, el camión había partido no hacía escasamente un cuarto de hora. Aquello le crispó los nervios. ¡Maldita mujer! Estuvo buscando un vehículo que al menos le acercara a Vitoria. Recorrió todas las compañías. Intentó por todos los medios encontrar algún coche particular, pero fue en vano. Hasta el día siguiente no había nada qué hacer. No quiso probar el rancho que le ofrecían sus camaradas, ni tampoco aceptó un improvisado lecho en un pajar. Estoy de permiso —se decía—, poca cosa soy si no consigo alojamiento y cena decentes. Tenía unas pesetillas y confiaba en encontrar alguna tasca o taberna cerca del pueblo, o quizá alguna cocina ambulante. Mas fue inútil. Vagó por las desiertas callejas encontrándose sólo a ratos grupos de soldados y requetés apretujados alrededor de preciosas botellas de coñac, de las que había donado Domecq.

¿Quién me mandaría a mí...? —pensaba recordando a la mujer. Y en estos pensamientos, le vino a la cabeza que si ella era parcialmente culpable de que hubiera perdido el camión, también podía solucionar parte de su problema, dándole cena y cama por una noche. Ella misma se había ofrecido a invitarle a cenar. ¡Eso es!, iré para allí, aguantaré su charla triste, pero al menos podré cenar caliente y dormir a cubierto. 

No fue tan sencillo, se despistó y no pudo encontrar la casa ni la calle. Para colmo empezó a llover de nuevo. Se refugió en un portal y lió un pitillo con parsimonia calibrando lo desafortunado de su situación. Por un callejón le llegó el sonido de un motor. Era una camioneta que subía penosamente la empinada calle. Iba cargada de presos, paisanos y militares. Un par de requetés los vigilaban. El vehículo no tenía toldo y guardias y presos aguantaban la inclemencia con parejo estoicismo. Desaparecieron remontando la plaza. Acababa su pitillo cuando oyó la descarga. Luego algunos tiros sueltos. Al rato regresó la camioneta, ahora vacía, un poco después el pelotón de ejecución. A su frente venía el alférez que anteriormente se encontrara. Lo saludó sin ninguna energía, y el joven oficial le devolvió el saludo con cara de pocos amigos. 

—¿Qué haces aquí, soldado? —Bajo la guerrera se le veía la camisa azul. 

Y Anselmo le explicó su caso. 

—Regresa a tu compañía —le ordenó el oficial—. No quiero verte por el pueblo. 

Con paso cansino, Anselmo les siguió. Dejó varios metros entremedias, por nada del mundo quería que le confundieran. ¡Buena hazaña!, se decía. Los primeros tiros: ¡un paseíllo! ¡Vaya un emboscado! 

Al girar la vista a un lado volvió a ver a la mujer. Les miraba pasar desde la penumbra de la puerta de su casa. No le reconoció en la oscuridad. En una esquina, Anselmo cambió de rumbo, dejó que el pelotón se alejara y regresó a la casa de la mujer. Allí seguía, viendo caer la lluvia. 

—Buenas noches —murmuró Anselmo. 

—¡Ah!, eres tú... 

—Perdí el camión, y ya hasta mañana... 

La mujer no decía nada, le miraba sin expresión. Tenía un rostro bonito aunque algo espantado, pero todo el país sufría de espanto. 

—¿Has cenado? —le preguntó ella. 

Le invitó a pasar. El gato le recibió con curiosidad, le olisqueó las polainas pero no se dejó acariciar. Ella ya había cenado. Le dio un plato de sopa y un trozo de pan. Mal debían ir las cosas, porque el trozo era muy escaso. También comió algo de queso. Se echó un cigarro cerca del fogón. 

—Así que eres de Burgos... 

—Sí. 

—¿Eres falangista? 

—No. Estaba cumpliendo el servicio. 

—Te daré unas mantas, puedes dormir al lado de la lumbre. 

La mujer se retiró. Anselmo extendió las mantas y despojándose del calzado y de parte de las ropas, se arrebujó como mejor pudo, dispuesto a pasar la noche sobre el suelo de la cocina. Desde la distancia, al gato le relucían los ojos. Husmeaba por los rincones. 

No tardó en conciliar el sueño, se había puesto las botas por almohada y a media noche se despertó. El gato las arañaba. 

—¡Quita, gato! —y le dio un manotazo. 

La casa estaba en silencio, la lumbre se había apagado y hacía frío. Se puso la guerrera de nuevo y trató de volver a dormirse. Le pareció oír un suspiro o un llanto. Aguzó el oído, pero no volvió a sentir nada. Se dio una vuelta y entonces lo oyó otra vez. Se encaramó para escuchar mejor. Sí, era un gemido, alguien que se lamentaba. ¿Le ocurrirá algo? 

Un nuevo gemido le hizo estremecerse, notó su presencia muy cerca. Fue eso lo que le hizo levantarse. Comprendía que la mujer pudiera sollozar por las noches, pero había algo más...

Un pasillo partía de la cocina, una puerta que daba al establo y una escalera hacia el piso de arriba. Pero no tuvo que subirla. Sentada en el rellano estaba la mujer. 

—Se va a quedar helada. 

Llevaba un camisón cerrado de los pies a la cabeza. 

—Miguel... —gimió. 

Anselmo dio un paso atrás. Ella se alzó y bajando precipitadamente las escaleras le echó los brazos a la cintura. 

—Miguel... 

Quiso desasirse, la persistencia de su confusión le turbaba, no sabía qué hacer. La mujer reposó la cabeza en su pecho y así se mantuvo quieta. Entonces, Anselmo sintió que un agradable calor le abordaba, y sin pararse a pensar más la besó. 

—¡No! —le recriminó ella apartando la cabeza. 

—Perdone —se disculpó Anselmo—, volveré a acostarme. 

En su gesto de retirada, la mujer le tomó del brazo. Bajo el camisón aparecía menos llena de lo que había pensado. 

—Quédate un rato conmigo. 

—Hace frío aquí —señaló Anselmo. 

—Bajaré contigo y encenderé fuego. Así lo hicieron, y al poco tiempo se calentaban las manos con un tazón de achicoria. No tardaría en amanecer. Al abrigo de las mantas por los hombros se contemplaban sin decir nada. 

—¿Cómo se llama? —dijo finalmente Anselmo. 

—María. 

La cocina se había caldeado y el brebaje les reanimó. Entonces ella se quitó la manta y la extendió en el suelo, se tumbó, y subiéndose el camisón hasta el vientre dijo: 

—Hazlo... 

Al amanecer, Anselmo abandonó el caserón camino de su compañía. No estaba triste ni tampoco alegre, pero la mañana le pareció más hermosa que la del día anterior. Las calles estaban desiertas y la neblina se mezclaba en los prados con las columnas de humo del vivaqueo de la tropa. En el puesto de mando, los preparativos eran presagio de un ataque inminente a las posiciones rojas. ¡Menos mal que me voy!, suspiró. Centenares de requetés descendían de autobuses. Pertenecían al tercio "Lacar". Tomaban posiciones con sus banderas pintadas con el "Viva Cristo Rey" y sus "detente bala" en el pecho. ¡Esto va en serio! 

Abordó el camión entre un tropel de soñolientos pero dichosos soldados. Saludó a un primera al que conocía bastante. Ambos iban a Burgos y comentaron esto y aquello, macutazos y otros rumores de guerra que siempre forman parte del bagaje de los soldados. Mediada la mañana, y en un alto para tomar un tentempié, Anselmo le contó a su amigo lo que le había pasado con aquella mujer. 

—¿Una que vive con un gato blanco? —le interpeló el primera. 

—¿La conoces? 

—¿La María?, es famosa en el pueblo. 

—¡Qué dices! 

—Sí, hombre, sí. A ver si te crees que eres el primero que ha pasado la noche con ella con esa excusa. 

—¿Entonces, no es verdad lo que cuenta? 

—Yo no sé..., pero hay quien dice que el tal Miguel fue un antiguo novio al que fusilaron los rojos. 

—Y lo confunde con todos... 

—¡Quién sabe...! Lo que sí te puedo decir es que otros opinan que al muchacho ése lo denunció ella misma a los milicianos, en venganza por una promesa de matrimonio no cumplida. ¡Cualquiera sabe! 

—Pues sí que... 

—Bueno —terminó aquí el soldado de primera con una sonrisa cómplice—. ¿Y de lo otro qué tal? ¿Buena la noche? 

—Bah... Vamos a dejarlo. 

—Bueno, hombre... ¿qué?, ¿hace un trago? —y le pasó la bota.