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Periodistas y corresponsales extranjeros en la Guerra Civil española.

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Mario Neves (1912-1999)

Uno de los más importantes periodistas portugueses. Nació 1912 en Lisboa y allí murió en 1999. Fueron sus crónicas sobre las matanzas de Badajoz durante la Guerra Civil española las que le dieron a conocer. Neves quedó muy impresionado por lo que vio. Sobre todo por las pilas de cadáveres humeantes de republicanos fusilados. Gracias a Neves y a otros reporteros que pudieron entrar desde la frontera portuguesa, como el francés Jacques Berthet de Le Temps, Marcel Dany de la agencia de prensa Havas, John T. Whitaker del New York Herald Tribune y René Brut, fotógrafo francés que hizo las más impactantes fotografías. A estos hay que añadir, las crónicas del americano Jay Allen corresponsal de Chicago Tribune. En la última crónica telefónica de Neves le dijo a su interlocutor: "Me voy. Quiero salir de Badajoz, cueste lo que cueste, tan pronto como sea posible y con la firme promesa de mi propia conciencia de no regresar". Como así fue, Mario Neves no volvió a Badajoz hasta 46 años después, en 1982 a petición de Granada TV que confeccionó un gran documental sobre la Guerra Civil (1). Mario Neves siguió su carrera profesional y fue editor del Século y el Diario de Lisboa. Tras la revolución de abril fue el primer embajador de Portugal en la URSS y posteriormente tuvo otros cargos políticos.

(1) La fotografía que adjuntamos es un pantallazo que sacamos nosotros precisamente de ese documental aunque aparece en otras páginas web que se la bajaron de nuestra página http://www.sbhac.net/Republica/TextosIm/TDH/Badajoz/Badajoz.htm, donde a las imágenes que traía el artículo original de Rafael Tenorio en Historia y Vida en 1979, también muy difundido, pues fuimos los primeros en ponerlo en la red, añadimos como digo, un pantallazo del documental de Granada TV la Guerra Civil española confeccionado en 1982.


Frontera de Caya, 16 ­ (Por teléfono)

He regresado hoy a Badajoz, no porque el espectáculo de ayer me dejara alguna nostalgia, sino porque debía de haber aún muchas cosas que observar en la ciudad fronteriza ocupada por los rebeldes.

En la frontera española de Caya es imposible encontrar un automóvil para que nos lleve. Todos los que han escapado a la destrucción han sido movilizados por las autoridades y están siendo utilizados en servicios demasiado importantes y urgentes como para que se les distraiga por un mero interés periodístico.

A pesar del calor aplastante que hace en las primeras horas de la mañana, los dos periodistas franceses que se encuentran aquí y yo decidimos ir a pie hasta la ciudad fronteriza. Serán unos cinco kilómetros de marcha, a menos que encontremos por el camino algún coche de regreso que nos quiera llevar.

Humo en el horizonte

Por la zona de Badajoz se alza una columna de humo blanco de más de cincuenta metros de altura; gente conocedora de la topografía de la región la sitúa en el cementerio, que queda aproximadamente a un kilómetro y medio de la ciudad. ¿Qué será? Imposible saberlo; nadie consigue explicarme el fenómeno. Desde ayer, sin embargo, han perdido la vida en la capital extremeña centenas de personas. Y no hay tiempo para sepultarlas. En estos momentos el ejército ocupante tiene otras preocupaciones más urgentes que la de pensar en sepultar a los muertos.

Los que regresan

Desde donde nos encontramos podemos ver el puente de Palma. Una camioneta que poco antes había pasado hacia la frontera regresa llena de pasajeros. Los refugiados, en su mayoría, empiezan a regresar a sus casas —o al lugar donde éstas habían estado— Conseguimos lugar en el vehículo. Viene lleno de mujeres y niños, en su mayor parte gente humilde, en cuyos ojos se lee aún el espanto de la tragedia. Nos acogen con simpatía, pero con desconfianza, porque en este país se nota ahora una atmósfera de desconfianza que hace que se miren los unos a los otros con interrogaciones mudas y cargadas de sospecha.

A medida que nos acercamos a la ciudad, se les saltan las lágrimas a estas pobres gentes barridas por un viento de desgracia, aunque con el deseo, evidente, de disimularlas.

La legión va a partir

La entrada a la ciudad ya no es tan difícil como ayer, aunque no nos libran de presentar el salvoconducto que el teniente coronel Yagüe mandó que nos extendieran.

Los soldados del Tercio y los Regulares marroquíes están con preparativos de partida. Decenas de camiones aguardan en las calles la orden de salida. Se nota por toda la ciudad un movimiento intenso de legionarios y marroquíes que se suben, apresadamente, a las camionetas. La columna va a partir, no quedan dudas. Los camiones están cargados con todo tipo de material bélico y de ingeniería. Grandes letras blancas pintadas en los vehículos dicen: «Columna de Castejón — 5.ª bandera — 2.ª legión».

—Van a salir hacia Mérida, nos informan.

Ayer se afirmaba en Elvas que en la plaza de toros, ahora transformada en prisión, se habían llevado a cabo numerosos fusilamientos. Nos dirigimos, por eso, hacia allí, con el fin de comprobar la exactitud de este rumor. Después de algunas dificultades conseguimos entrar en el ruedo. Algunas decenas de presos esperan que les den destino. Pero la plaza no tiene un aspecto diferente del que observamos ayer, lo que nos lleva a suponer que el rumor es infundado. Los mismos coches destruidos y los mismos cadáveres que tanto nos impresionaron ayer y que aún no han sido retirados.

De allí nos fuimos al cuartel de La Bomba, uno de los puntos donde más se ha luchado en estos días trágicos. Los barracones están completamente destruidos a causa de los bombardeos. En el patio, cerca de las caballerizas, se ven aún muchos cadáveres —efectos de la inflexible justicia militar. Entre ellos, aún envuelto en la sábana blanca en la que vino desde la cama del hospital, me enseñan el del alférez Benito Mendes.

Pasamos después por el foso de la ciudad, que sigue lleno de cadáveres. Son los fusilados de esta mañana, en su mayoría oficiales de los que se han mantenido fieles al Gobierno de Madrid y que han estado peleando hasta el último momento. Uno de ellos es el teniente coronel Juan Cantero, con su pelo gris, al que la muerte sorprendió en mangas de camisa y que yace entre otros de apariencia humilde.

Cerca, junto a los destrozos causados por el bombardeo y la metralla que ha cesado, aún se ve una bomba aérea que no ha llegado a explotar.

  En el cuartel de Menacho

Nos dirigimos seguidamente al cuartel de Menacho, que está precisamente enfrente. En la entrada quedan vestigios de una lucha reñida. Montones de colchones forman una trinchera espesa frente a la puerta principal. Las rejas de las ventanas, formadas por gruesos barrotes de hierro, están retorcidas o partidas en varios puntos.

Los oficiales con los que hablamos no nos han dejado llegar hasta el patio del cuartel, asegurándonos categóricamente que allí no se habían efectuado fusilamientos.

Nuestra visita prosigue por el edificio de Correos, junto al cual, en la parte que da hacia fuera de la ciudad, hay una gran barricada que debe de haber protegido una ametralladora desde la que se realizaron numerosos disparos, a juzgar por los casquillos esparcidos por el suelo.

En las calles principales hoy ya no se ven, como ayer a primera hora de la mañana, cadáveres insepultos. Algunas personas que nos acompañan nos aseguran que los legionarios del Tercio y los Regulares marroquíes encargados de ejecutar las decisiones militares, pretenden únicamente conservar los cadáveres en exposición durante algunas horas, en algún que otro punto, para que el ejemplo produzca sus efectos.

Nos explican también que la forma de seleccionar a los presos para la pena última consiste en el examen del cuerpo: los que presentan aún la señal de las culatas de los fusiles grabada en el pecho, por haber estado disparando durante mucho tiempo, pueden darse por perdidos.

Hoy hemos ido de nuevo a la «Comandancia» militar. Se nota un poco más de orden que ayer. Ya no vemos en la oficina del capitán ayudante del teniente coronel Yagüe tanta diversidad de uniformes, ni oímos tantas órdenes dadas al mismo tiempo, como ayer. Nos reciben amablemente cuando declaramos nuestra identidad. Pero hoy no hay noticias.

Aparece por sorpresa el teniente coronel Yagüe, que viene con un telegrama en la mano. Nos pregunta si la columna Castejón va a partir y hacia dónde se dirige.

—¿Hacia Mérida? —insistimos.

Transcurrida una pequeña pausa:

—Sí, posiblemente. Pero, de momento, no hay nada seguro.

Y desaparece por una puerta con la misma rapidez con la que había entrado.

El aspecto de la ciudad

La ciudad presenta hoy un aspecto más tranquilo. Regresa a la normalidad poco a poco, aunque la ocupación militar haya cambiado completamente los hábitos de la población.

Las personas que circulan por las calles tienen que usar un brazalete blanco para afirmar sus sentimientos pacíficos.

Es ya muy tarde cuando conseguimos comer en el antiguo y suntuoso Majestic, en el que ahora se ven, casi exclusivamente, oficiales del Tercio y de los Regulares marroquíes y en cuyos lujosos pasillos pasan ahora constantemente siluetas imponentes de moros y de negros del norte de África.

En medio de la comida todos se levantan de repente. Es el teniente coronel Yagüe, que viene a almorzar con una sonrisa de satisfacción en los labios.

En un momento dado oímos la noticia de que Madrid se ha rendido a las tropas del ejército sublevadas. Un grupo de oficiales que almorzaba cerca de nosotros recibe el rumor con indiferencia y algunos comentan:

—Una igual a tantas otras.

Y la comida prosigue sin alterarse el ritmo del servicio.

En la frontera de Caya supimos después que el rumor tuvo sus efectos, ya que pasaron por allí camiones de falangistas que atronaron el aire con aclamaciones ruidosas.

Mientras tanto, las tropas se preparan para partir. ¿Hacia Madrid? De momento, parece que sólo hacia Mérida, donde se habrían intensificado los ataques de la aviación gubernamental.

Y nosotros regresamos a Elvas. Las casas de Badajoz se esfuman en el horizonte y queda solamente el recuerdo de esta lucha sangrienta, a vida o muerte, que divide España.