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Periodistas y corresponsales extranjeros en la Guerra Civil española.

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Ilyá Grigórievich  Ehrenburg (1891-1967)


Escritor y periodista soviético, de ascendencia judía, autor de diversos libros que alcanzaron gran popularidad más allá de las fronteras de su país: "Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito", "Rapaz", "Moscú no cree en las lágrimas", "El segundo día", etc. En 1932 visitó por primera vez España, y escribió poco tiempo después un libro titulado "España, república de trabajadores" (Ed. Cénit, Madrid, 1932), en el que, en cierto modo, ironizó sobre el entonces nuevo régimen político español. Durante la guerra civil española pasó algún tiempo en la zona republicana como corresponsal de guerra, pronunciando gran número de conferencias de carácter propagandístico e interviniendo en el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, del que fue uno de sus principales alentadores. Fruto de esta segunda estancia en España fue su libro "Guadalajara: una derrota del fascismo", publicado en lengua alemana (Estrasburgo, Ed. Promethée, 1937). En 1946 fue nombrado miembro del Soviet Supremo, lo que, al estar libre de toda sospecha de heterodoxia política, le permitió contactar con los medios culturales de otros países, concediéndosele el Premio Stalin de literatura algunos años después (1942 Y 1947). Autor, también, de "Gentes, años, vida. Memorias" (Ed. Planeta, Barcelona, 1985), libro que constituye un valioso testimonio sobre los ambientes políticos e intelectuales de Europa en el período comprendido entre las dos guerras mundiales.

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Han venido de diferentes países: de Italia, de Noruega, de Holanda, de Bulgaria. No podían conversar entre ellos. No tenían un idioma común. Pero juntos cantaban La Internacional. Entre ellos había viejos y jóvenes, albañiles y músicos. Combatieron como héroes. Nunca retrocedieron. Vi en una aldea a viejos campesinos abrazar a los extranjeros. Posiblemente hubiesen querido decirles: «¡Sois nuestros hermanos, nuestros hijos, nuestros protectores!». Pero ni húngaros ni franceses entendían español. Las mujeres se asomaban a las puertas, rodeadas de niños, y alzaban el puño, con lágrimas en los ojos.

Algún día, alguno de los héroes supervivientes escribirá un libro deslumbrante sobre el valor y la fraternidad. Será la historia de las Brigadas Internacionales.

Escribo esta historia sentado en un camión. He olvidado qué es una mesa, un tintero. Alrededor, allá arriba, un cielo cuajado de estrellas. Los franceses siguen el compás de La Carmagnole, golpeando en las soperas.

Me encuentro a un bielorruso de Stolbtsy, ex seminarista. Sus padres le decían que era un monstruo. Un día leyó en un diario polaco: «Criminales emigrados polacos luchan en España al lado de los rojos». Consiguió un pasaporte y dinero para el pasaje. Ahora es teniente de artillería.

Un judío de Lvov. Tuberculoso. De profesión, sastre. Tiene veintidós años y ha pasado tres en la cárcel. Llegó a París escondido entre los ejes de un vagón de carga. Completamente tiznado, se arrastró hasta el andén. Lo tuvieron detenido ocho días. Después volvió a esconderse bajo un vagón y llegó a la frontera española. En los combates en los alrededores de Madrid ha hecho prisioneros a dos marroquíes.

Un italiano. 54 años de edad. Empleado. Cuando un orador pronuncia un discurso, asiente con la cabeza. Muy delgado, con una barba rala de chivo.

—Ésta es mi segunda revolución —dice el italiano; la primera fue en el distrito de Tambov. Soy de Trieste. He sido prisionero de guerra y después trabajé en Francia. Espero ver una tercera revolución, en mi tierra.

Un francés, propietario de una tienda en Toulouse. Durante seis semanas leyó en los diarios noticias sobre las «bestialidades» de los marxistas españoles, sobre la «generosidad» del general Franco, sobre las ventajas de la no-intervención. Un día leyó un artículo sobre los niños de Madrid que los mercenarios alemanes habían asesinado. Cerró su tienda y puso un cartel en la puerta: «Cerrado hasta la victoria definitiva del pueblo español». Y se fue a Barcelona. Le habían herido en el hombro.

—Pronto estaré curado y podré volver al frente.

Un pastor de ovejas, eslovaco, dijo: «Contra los aristócratas, por la verdad».

Un alemán, catedrático, especialista en investigaciones sobre la flora subacuática. Comandante del Batallón «Karl Liebknecht», ha arrebatado al enemigo dos ametralladoras.

Un belga, cuarenta y cuatro años. Minero. Dejó mujer e hijos en su tierra.

—Da asco ver cuántos jóvenes se pasean por Valencia. Habría que mandarlos a Asturias, al frente. Allí hay gente de los nuestros que sabe morir.

En la pedregosa tierra de Castilla he encontrado gente de los suburbios de París: Ivry, Villejuif, Saint Denis, Asnières, Suresnes. En las noches heladas los hombres duermen al raso, descubiertos.

Los heridos, en los campamentos médicos de campaña, apretaban los dientes para no gritar. Al morir, todavía alzaban el puño.

Muchas veces no se conseguía entender lo que decían. En la oscuridad, no se distinguían sus caras. Únicamente se sentía el calor de sus manos. Aprendí en lo más profundo de mi ser qué es la fraternidad.

Sus secciones tenían nombres de héroes y mártires: el Batallón «Dombrovski», el Batallón «Garibaldi», el Batallón «Thälmann», la Batería «Edgar André», el Batallón «Fontaine».

En una iglesia semiderruida, a la escasa luz de las linternas, cinco hombres componían el diario de los artilleros. Impreso en cinco lenguas. Un artículo en francés, otro en italiano, el tercero en alemán, el cuarto en español y el quinto en polaco.

El cajista, un parisiense, componía palabras que le resultaban incomprensibles. De tanto en tanto, sonreía al encontrar una expresión familiar: «Fascistas», «Madrid», «Internacional».

El comisario interrogaba a los infractores en una choza helada, vacía:

—Te has emborrachado y has abandonado tu puesto. No necesitamos gente como tú. El batallón ha decidido hacerte volver a Francia.

El voluntario calló. Era un joven obrero metalúrgico de Saint-Étienne. Tenía un rostro agradable, de rasgos algo toscos.

Finalmente dijo:

—No me hagas volver. ¿Me oyes? No me hagas volver. No me iré. He venido a luchar contra los fascistas. Sé bien lo que he hecho. Si es necesario, hazme fusilar para dar ejemplo a los demás, pero no me eches. Me mataré si me obligas a regresar. Mándame a un puesto avanzado, de patrulla; al encuentro del enemigo; a la muerte. A donde quieras, pero simplemente no me hagas volver.

Grandes lágrimas inundaron su cara ancha, simpática. El comisario se dio la vuelta y dijo:

—Está bien, revocaremos la orden.

Entonces el miliciano se secó los ojos, se puso en pie y alzó un puño húmedo.

Los italianos organizaron una fiesta para los campesinos en una pequeña aldea. Cantaron canciones napolitanas y venecianas, hicieron juegos de manos, bailaron. Después, se proyectó una película sonora en la que aparecía Tchapaiev entonando la canción popular rusa del batallón Cuervo negro.

El comandante leyó un manifiesto del general Kléber: «Estoy orgulloso de los triunfos del batallón italiano».

Pronunció su discurso un italiano canoso:

—A la bandera roja, salud. Bajo esta bandera ha vencido Tchapaiev. Bajo esta bandera hemos defendido Madrid. Bajo esta bandera celebraremos en Roma nuestra victoria.

A modo de respuesta, resonó en cientos de gargantas la canción preferida de los obreros italianos: «Vencerá la bandera roja».

Una española de rostro serio, en el que se mostraban la miseria y el hambre, alzó a su niño y gritó: «¡Pues sí, vencerán!»