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Introducción a la historia de la Guerra Civil Española

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 Historia y Vida nº 23, febrero de 1970

LOS REPUBLICANOS ESPAÑOLES EN LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN EN FRANCIA

Nemesio Raposo (Testigo directo)

Nemesio Raposo, autor del libro «Memorias de un español en el exilio» (Ediciones Aura, Barcelona, 1968), ofrece a nuestros lectores un texto en el que resume sus impresiones de refugiado en tierras de Francia. Eduardo Pons Prades, cuya experiencia personal es paralela a la de Raposo —y a la de tantísimos expatriados – hilvana unos datos sobre la importancia y caracteres del éxodo de los republicanos desde Cataluña a Francia a finales de enero y comienzos de febrero de 1939.

Más de medio millón de personas, entre ellas niños, ancianos, enfermos y heridos, buscaron refugio en las tierras hermanas de la Francia más vecina, creando una serie de problemas de alojamiento y avituallamiento, sanitarios y de orden público. ¿Cómo hicieron frente las autoridades francesas a tales problemas y con qué espíritu? ¿Cuál fue la acogida que dispensó el pueblo del Rosellón y del Vallespir a los refugiados españoles? Por lo que al pueblo se refiere, nadie negará su humanitarismo, su solidaridad con el sufrimiento, al margen de filiaciones o simpatías políticas. En cuanto a las autoridades, las opiniones son ya
más matizadas y dependen no poco de las circunstancias personales del observador. Pero existe un hecho indubitable y es que el Gobierno francés, con el consenso de su pueblo, no puso ninguna dificultad para acoger a tan formidable alud de refugiados, una masa que superaba ampliamente los cálculos del Gobierno de la República española.

OSSEJA en el Ariége, es un campo de concentración no muy apartado de la barrera pirenaica, un campo que podríamos llamar de paso. En febrero, cuando esto acontece, el frío es intenso y los días desapacibles. Los hielos cubren los charcos y no es infrecuente que nieve. Las noches, bajo un cielo asombrosamente despejado, congelan a los hombres desabrigados. Aquí llegan numerosos grupos de españoles vencidos, rotos, hambrientos. A campo traviesa, han tenido que vencer los innumerables obstáculos de los montes, nevados y helados, en los que han caído los más débiles para no levantarse más. Los que han conseguido superar la prueba del hambre y del frío, llegan a Osseja con la ropa puesta. Todos los demás enseres que componían su equipo los han lanzado para aligerar el peso, para rendir mejor un supremo esfuerzo con sus últimas energías. Al llegar, la gendarmería les conduce a su cuartel donde procede a cachearlos, por si alguno fuera portador de armas. La esperanza de algún alimento con que aplacar el hambre canina queda desvanecida. Hay unos setos alambrados donde pacen tranquilas las vacas y sirven, sin más ni más, de campo, de concentración. En ellos son lanzados los hombres a voleo, sin más abrigo que el techo del cielo. Por encima de los alambres les tiran algunos trozos de pan e introducen unos cubos de hierro con una pasta de arroz blanco. No hay cucharas ni tenedores, ni siquiera palillos chinos. Los hombres han de comer el arroz a puñados, pero como están espantosamente hambrientos y la cantidad de arroz es pequeña en proporción al número de necesitados, las disputas son bárbaras por hacerse con un puñado de arroz. Sobrevivir es el dilema; en aquella situación despierta el bruto; los actos más deprimentes se desarrollan en el interior de aquellos setos alambrados y hombres perfectamente normales dos días antes se comportan como si hubieran perdido de pronto el juicio. Después, la noche los apelotona para juntar el mutuo calor de sus cuerpos y hacer frente a la muerte que ronda vigilante, y que consigue cobrar algunas vidas. Los que sobrevivan a esta prueba serán conducidos más hacia el interior de Francia, donde se han organizado grandes centros de confinamiento.

Confinados entre alambradas

Más de doce horas de marcha ininterrumpida me costó llegar al famoso campo de concentración de Argelés de Mar. Con motivo de la apertura de la frontera, un río de españoles han penetrado como un alud en el suelo francés. Con este motivo se han tomado una serie de medidas de seguridad. Nadie puede salirse de la ruta en la que se nos ha encajado y ningún pretexto es válido para detenerse en ninguna parte. Estar enfermo o tener los pies llagados y sangrantes no es suficiente para no seguir la suerte de todos. Caminar y caminar, aunque no se sepa adónde, es la consigna que nos han dado, y nadie puede desobedecerla si quiere conservar su integridad física.

La situación nuestra, claro está, no es de las más brillantes, porque caminar hacia el exilio vencidos y rotos es una calamidad casi insuperable. Agrava la situación el haber dejado atrás patria y familia, lo cual aumenta doblemente el sufrimiento. Me-nos mal que el paisaje, de una belleza encantadora, y la luz que se difunde esplendorosa proporcionan cierta calma al corazón dolorido.

Por más que hemos andado durante todo el día, nos ha sor-prendido la noche de camino. Miramos nuestro destino como una meta esperanzadora de merecido descanso, pero, por des-gracia, no se cumplirá nuestra ilusión. Las rutilantes estrellas del cielo majestuoso nos ayudan a marchar; la esperanza no desaparece nunca del corazón del hombre, ni en los peores momentos.

Por fin hemos llegado a una playa junto al mar, convertida en campo de concentración. Una alambrada punzante rodea el área donde un inmenso hormiguero humano se agita, comenzando desde aquel mismo momento una lucha para sobrevivir, en la que muchos no resistirán. La muerte piadosa arrebatará a los débiles.

Aquí no hay nada, ni lo más elemental para unos seres humanos, quedando reducido cada cual a la protección de sus propias fuerzas. No hay barracones ni ninguna clase de habitación. Agua del mar, arena y cielo son nuestro inmediato destino. Confinados entre alambradas nada puede hacer el hombre por su propia vida, salvo no desesperar y reunir todas sus energías para luchar. No hay comida, ni tampoco agua potable con que apagar la sed. Y si bien se puede resistir sin comer un buen número de días, sin beber, la muerte llega pronto.

Se han presentado ya en aquella Nochebuena los primeros signos de desesperación. Son muchos los españoles que no han comido en varios días, y el natural nerviosismo agita a los hombres y los mueve a la violencia. La llegada ininterrumpida de nuevos contingentes aumenta por momentos la fenomenal confusión, y un augurio de catástrofe se cierne amenazador. Aquí hay todo un pueblo recluido, un pueblo completo donde no faltan las mujeres y los niños. En unos carros, con o sin toldo, con unos animales atados a las ruedas, se albergan familias enteras. Son gentes campesinas que abandonaron sus pueblos y creyeron hallar honesto asilo en la Francia democrática. Muchos camiones del ejército republicano aparecen detenidos en la arena, con sus ocupantes a su alrededor, civiles o militares. Se calcula que 180.000 a 200.000 españoles ocupan hoy este inmenso arenal desolado. Sin embargo, y dado el número creciente de refugiados, casi no queda ya un palmo de suelo donde asentar los pies.

La ciudad de los muertos-vivos

Estamos seguros que las autoridades francesas se esfuerzan para conjurar el peligro de la desesperación, pero es probable que no dispongan aún de los medios para ello. De momento unos cuantos camiones del antiguo ejército republicano realizan algunos viajes y vienen cargados a rebosar de redondos y apetitosos panes, que los gendarmes intentan repartir organizadamente, pero sólo empleando las armas, acaso se lograría encauzar a aquella multitud hambrienta y desmoralizada. En el momento que llegan los camiones en caravana son asaltados por miles de hombres, y, a buen seguro, entre ellos se hallan los padres de los niños que cayeron en este infierno.

El otro problema inmediato de los presos es el de abrigarse en las frías noches. Ya hemos dicho que no hay ninguna clase de habitación, y dormir bajo la noche estrellada contribuye, con el hambre, a mantener un alto estado de sufrimiento. La gente recoge cuanto puede facilitar un abrigo, por más elemental que sea: hierbas secas del interior del campo, y además salta la alambrada y recoge cañas y ramas de árboles y brazadas de sarmientos de los campos inmediatos, donde prosperan extensos viñedos. Esto es peligroso, sin embargo. Ceñudos moros de mirada acerada montados a caballo, vigilan celosamente, y ya han cazado a algún atrevido: no es el primer preso que vuelve con las espaldas tundidas a sablazos de plano. De verdad pedimos perdón a los pacientes campesinos, por los daños que hayamos podido ocasionarles en sus tierras, pero hay unas leyes físicas y hasta morales de las que no puede escapar ni el hombre mismo. El instinto de conservación es más fuerte que toda clase de consideraciones.

Con toda esta clase de materiales, con hules, mantas, sábanas, impermeables y trapos, cada cual se ha construido un agujero. Por lo menos el rocío matutino no cae sobre uno, aun-que la arena es flaco colchón y además muy húmedo. Así ha crecido una populosa ciudad miserable, la ciudad de los muertos-vivos. Normalizado en cierto modo el racionamiento del hambre, el preso se ha dedicado a dar personalidad a su habitáculo. El conjunto de chozas, chabolas, agujeros que ocupan todos los espacios está dividido, sin embargo, en dos mitades. A la avenida que las divide a todo lo largo del arenal se le ha dado el pomposo nombre de «La Rambla», nombre que es aceptado por unanimidad. Algo debe de tener que ver en ello el hecho del gran número de catalanes que habitan este campamento parecido al de un pueblo nómada.

Mis amigos y yo también hemos desafiado el riesgo de tropezar con los moros y hemos tenido la suerte de recoger los materiales suficientes para construir una pequeña, pero acoge-dora chabola. Para proteger las brazadas de cañas del posible ladronicio las hemos sujetado en la alambrada, junto a la cual se ha dispuesto construirla, y una noche más la pasamos bajo el cielo estrellado. Muy de mañana, temblando de frío, hemos comenzado nuestra obra. Cuando me dispongo a soltar una de las brazadas de cañas sujetas en la alambrada, se acerca un senegalés enfurecido:

—¿Por qué cortas la alambra-da? —grita.

—No la corto —replicó—. Desato estas cañas.

—Sí, la cortabas.

—¡No! —le contestó fuera de mí.

Saca su puntiaguda bayoneta de la funda, besa su mano derecha por ambos lados y en lengua materna, que comprendí instintivamente, me desafía a que toque las cañas si me atrevo. Prudentemente me pongo fuera del alcance del brazo armado y espero a que el bimano se calme. Pero ahí está él mirándome con ojos de gato cazando, dispuesto, según parece, a traspasarme si las toco. Cada vez aumenta más el número de los presos que se de-tienen a presenciar tan insólita escena y hay ya algunos dispuestos a saltar la alambrada y tundir al cabo senegalés. Veo un oficial francés pasar por allí cerca, le explico lo que está sucediendo y ahuyenta al celoso guardián.

Por fortuna han empezado a evacuar de aquí a las mujeres, a los niños y a los ancianos. Pero se han olvidado de llevarse también a una multitud de muchachos que están dando aquí rienda suelta a su fantasía. Da gusto verlos y tratarlos por su ingenuidad, pero causa pena verlos hambrientos y sucios.

Un día me ataca un fuerte dolor de muelas y alguien me dirige hacia un hospital de campaña que está cerca del mar. Con mi dolor irresistible me he presentado al doctor, que me ha escuchado muy amable.

—No tengo nada específico contra ese dolor de que usted se queja, pero si lo tuviera no se lo daría: lo conservaría para atender a esos que hay aquí dentro —me contesta—. Mire.

Descorre una cortina y contemplo un atroz espectáculo: en el suelo, sobre unas yacijas negruzcas, quizá colchones, y sobre la propia arena, yacen unos hombres quejumbrosos. Son heridos de guerra o enfermos, envueltos en trapos sanguinolentos y sucios. El doctor no tiene medios para atenderlos. Enfrente mismo de la descorrida cortina hay un herido de cabeza cuyo volumen parece el doble de lo normal. La tiene envuelta en unos sucios trapos en los que la negruzca sangre aparece en ellos. Los ojos se le salen de las órbitas y miran con una fijeza que traspasa el corazón. Sin duda es un hombre a dos pasos de la muerte.

—Consuélese, hombre, con su dolor de muelas, que eso no tiene importancia —me despidió el doctor.

Cuando salí ya no tenía ni el más leve dolor.

Un 14 de abril distinto

Como una ciudad cualquiera del mundo, la ciudad de chabolas se ha puesto en marcha. Hay muchas cosas que impresionan al observador, pero que unos hombres hambrientos y miserables hayan recomenzado su actividad de maestros, es asombroso. Cualquier chabola sirve de aula y sala de conferencias y, cuando no, es bajo el desnudo cielo donde se aprende y se estudia. Un pueblo que tiene maestros que le aman nunca puede perecer.

Ha llegado la fecha del 14 de abril, que para el refugiado tiene la mayor importancia: es la fecha en que nació la Segunda República española, El campo está de fiesta y las cornetas españolas han tocado diana floreada. Los expatriados han recogido toda clase de materiales, conchas y piedrecitas de colores, y han construido verdaderas obras artesanas. Con arena mojada se han ejecutado esculturas y emblemas históricos y hasta el prohibido Himno de Riego ha sido hoy autorizado. Ha habido discursos delirantes y fraternos, y un conjunto de músicos han amenizado el cordial espectáculo. Aquí, que está reunida la aristocracia del trabajo del brazo y del cerebro, algo emocionante flota en el espacio. He visto llorar a los hombres, a los mismos que han luchado contra tanta y tan aplastante adversidad.

Grandeza moral y miseria en Argelés

Al principio, el campo de Argelés albergó a los restos de las Brigadas .Internacionales. Con este motivo los hombres de diferentes países hablaban aquí sus respectivas lenguas. Enfrente del campo, junto a viñedos y árboles frondosos, se ha construido el cementerio. Es una pequeña parcela alambrada salpicada de cruces. Yo no sé si son muchos o pocos los es-pañoles que murieron en este arenal, pero sí sé que aquí la muerte no constituye ningún mundanal espectáculo Se muere en una chabola o tal vez bajo la luz del sol, y unas tristes parihuelas le trasladan, sin más, al tibio regazo de la madre tierra. Ni plañideras ni flores, ni vanidades ni mercado acompañan al muerto. Los amigos más íntimos le cerraron los ojos y le despidieron profundamente silenciosos. Un español anónimo más ha sido enterrado.

El campo de Argelés se hizo tristemente famoso. Dado el confuso hacinamiento de hombres de conductas distintas, algunas forzosamente relajadas por la guerra, era inevitable que se produjeran crímenes. Y junto a la grandeza de los mejores surgió el brazo armado que abatió a un hombre a tiros de pistola. 0 se enterró vivo en la arena a un hombre acusado de espía. O se mataron a golpes de hacha y de navaja unos individuos. Todo lo cual, comparado con el deprimente medio ambiente, no rebajó el límite de pequeños accidentes: hubo en aquellos hombres más grandeza que miseria moral.

Argelés ha sido evacuado totalmente: sus huéspedes han sido trasladados a otros campos. Yo he sido llevado a Barcarés, que está situado en la costa, como Argelés, pero 40 kilómetros al norte. Este campo, que alberga unos 50.000 españoles, dispone de una perfecta organización de barracones. Como siempre, el racionamiento es insuficiente; tampoco en los barracones hay más que el suelo arenoso para habitar. Pero la vida aquí es tranquila y hasta en cierto modo amable, ya que la población allí confinada ha organizado toda suerte de actividades culturales e intelectuales: hay barracones destinados a la lectura de obras extranjeras y españolas, conferencias de diversas disciplinas, escuelas para los que quieren aprender o superarse, artistas que emplean su tiempo en crear. Conjuntos de música ensayan y amenizan la vida del campo. Por un pequeño suplemento en la comida se ha organizado el deporte en sus distintos aspectos, y también los humildes conjuntos teatrales, corales y cómicos alegran la vida de este mundo del dolor. El cuerpo de bomberos está constituido por españoles y también la policía auxiliar que colabora con la autoridad francesa en el mantenimiento del orden. El ejército regular francés rodea el campo con guardianes armados de fusil bayoneta; la gendarmería y los guardias móviles vigilan la entrada principal y atienden al orden interior. El mar, en el que se puede penetrar cien metros sin que cubra a una persona normal, es un buen amigo para nosotros. En sus orillas se pasea y se discute, se piensa y se sueña, porque el mar es bello y comunica el optimismo a las criaturas que sufren.

«Tal vez mañana...»

La guerra ha estallado cruelmente en Europa y un ejército de voluntarios, entre los que hay muchos españoles, va a ser alojado aquí. Se tiene mucha prisa en adiestrarles para matar y morir y hemos debido dejarles el campo a su disposición. De nuevo he sido trasladado a Argelés donde se ha confinado sin piedad a muchas mujeres españolas, y a sus niños. El espectáculo no puede ser más triste: los niños son las víctimas inocentes de la brutalidad humana. No hay para ellos trato especial, como merece su indefensión, pues se les trata con la severidad del mismo régimen alimenticio general del campo. Tampoco hay para ellos mejores condiciones de abrigo y salubridad.

Esta noche un coro musical ha rondado por el campo dando alegría a los que sufren. La noche es serena en un cielo cubierto por el fulgor de las estrellas. Dos o tres meteoritos han penetrado en nuestra atmósfera dejando encendidas sus estelas temblorosas: acaso nos traen algún mensaje del lejano desconocido que no llegamos a recibir. No corre aire, todo está en paz. El mar no teje y desteje, permanece quieto para que se miren los luceros en su espejo. El murmullo ha cedido en las miserables chabolas. Los ensueños se apoderan de las almas. El pensamiento gira entorno a las quimeras. Es la hora de las esperanzas y de las desesperanzas. De pronto, las voces viriles de un coro varonil irrumpen sonoras en el ámbito silencioso del campo. Lentamente se acerca llevando el calor a los corazones. «L'emigrant», con su honda y lírica nostalgia, llena el aire de acentos emocionantes y sensibles. Los refugiados han abandonado sus tristes agujeros para mejor escuchar. Un soplo apacible y suave parece flotar en la serena noche y los hombres sonríen un momento, llenos de esperanza. «Tal vez mañana», piensa esta multitud desgraciada que sueña con la libertad perdida. «Tal vez mañana...»

Reina el completo desorden urbano en cuanto a la construcción de las chabolas. Cada cual ha edificado donde y como le era posible. Por eso este campo es un perfecto laberinto. Pero quedan algunos espacios libres de chozas. Uno de estos espacios ha sido aprovechado por la autoridad del campo para construir unas pequeñas barracas de madera destinadas, por ejemplo, a carpintería. Un joven ingeniero español está probando aquí sus facultades profesionales, y entre otras cosas ha diseñado una especie de rueda aspada con vistas a aprovechar los fuertes vientos reinantes en este arenal. El día de la prueba parece haber sido un éxito, pues la rueda gira y gira movida rápidamente por el aire. No sé qué aplicación posterior habrá resultado de su afortunado rendimiento.

Setfonts, donde hemos sido trasladados, es un campo donde se concentran los grupos y las compañías de trabajo, que luego son distribuidos por tierras de Francia. Aquí los presos sufren exámenes de suficiencia profesional antes de ser enviados los grupos a laborar. Las pruebas las dirigen españoles capacitados, ingenieros y médicos. En las compañías de trabajo, los individuos que las componen no necesitan examen alguno, porque están destinadas a trabajos de peonaje, aunque en sus filas haya hombres de capacidades superiores.

Los 50.000 voluntarios de los «Batallones de Marcha»

Ya, Setfonts, en la guerra del 14, fue campo de prisioneros alemanes. Arriba en una colina se vislumbran los cipreses del triste cementerio alemán, donde se daba sepultura a los hombres que no resistían las penalidades del cautiverio. Así, pues, estos terrenos tienen una historia trágica. Su destino aparente es la muerte y el dolor. Aquí penamos nosotros nuestra parte correspondiente. Acaso el mundo se entere alguna vez de nuestra odisea y sienta vergüenza. Acaso nuestros sufrimientos no los conozca nunca nadie y sean estériles.

Una noche toda la compañía a la que pertenezco fue atacada por grave intoxicación. Hubo casos verdaderamente graves, pero los cuerpos curaron por sus propias defensas naturales. Los 250 hombres del barracón fueron más o menos atacados por un tóxico que todos ingirieron. El suelo donde estaban abatidos los cuerpos, sobre un lecho de paja, parecía la antesala de la muerte. Se avisó a la sanidad del campo en demanda de auxilio, pero no acudió a la llamada ni un solo médico. La vida había dispuesto que viviéramos para sufrir, y a la mañana siguiente todos estábamos en pie, más o menos desencajados. Parece que la intoxicación la produjo la grasa con que cocinaron nuestra cena, grasa que estaba en un estado avanzado de descomposición.

En Vernet, el «campo de los catalanes» fueron encerrados los hombres más distinguidos del bando republicano, social o políticamente hablando. Me refiero a aquellos que no tenían pasaporte diplomático u otros medios de evitar los campos de concentración franceses. Allí el régimen era más severo, y precisamente en él fue donde se hicieron respetar los hombres por su enjundia y coraje. En uno de los conflictos con las autoridades francesas del campo, éste llegó a ser rodeado por un gran contingente de fuerzas de la gendarmería, que emplazaron ametralladoras. Por fortuna, se impuso la cordura y se evitó una catástrofe.

Los Batallones de Marcha fueron una creación francesa para incorporar voluntarios a la guerra. Después de la Legión, estos batallones constituyeron una gran fuente de energías humanas. Se calcula en 50.000 los españoles que engrosaron este ejército de extranjeros. He visto muchos muchachos llenos de vida y de ilusiones destinados a la muerte, portadores de nobles ideales, de ansias de venganza, de ilusiones aventureras. Otros, por circunstancias especíales, fueron forzados y engañados, y hasta hubo quien ofrendó su vida generosamente por salvar a su esposa y a sus hijos, confinados en campos de concentración. En realidad, el mundo, en estas fechas, es sólo una inmensa prisión. Los campos de concentración y de exterminio proliferan con saña criminal, juntos a los terribles sufrimientos de las poblaciones aniquiladas por los mutuos bombardeos.

Olvidar y disculpar significa lo mismo

En mi libro Memorias de un español en el exilio hay una versión sencilla, acaso elemental, de la vida de los republicanos españoles en los campos de concentración franceses. Es un testimonio general, no agotado, que no abarca los casos de cada uno de los españoles, porque cada uno tiene su caso y cada campo su historia.

Fuera del área del campo de Barcarés, en la zona que ocupan los barracones de los soldados y gendarmes franceses y otros servicios, hay un barracón destinado a exposición permanente de las obras realizadas por los españoles. Allí hay óleos, acuarelas, escultura y grabado. Un busto del anarquista Durruti, realizado al parecer en yeso, es muy comentado por el gran parecido conseguido. La mayor parte de estas obras es el producto de los artistas de Barcarés, aunque algunas, según me han dicho, han venido de otros campos. Tengo entendido que esta exposición es muy visitada por la población civil francesa, que la mira con agrado. En Perpiñán, dicen, existe una sala destinada a recoger la obra de los artistas españoles de todos los campos de concentración franceses.

Aquí en esta misma área vi al mariscal Pétain girando una visita a los campos de concentración. Por ello puedo decir que Pétain no vio el campo más que a unos 200 metros de distancia; es decir: vio una panorámica de él, aunque después declaró a los periodistas que los españoles estaban bien instalados y atendidos. Unos inválidos de guerra republicanos estaban concentrados en un barracón del campo de Setfons y sobrevivían gracias a la solidaridad que por aquellos tiempos abundaba entre los hombres. No es que estos inválidos no recibieran su correspondiente ración alimenticia, igual a la nuestra, pero por ser baja en cantidad y calidad no podía cubrir humanamente las necesidades de los cuerpos menguados en sus funciones físicas. Por fin recibieron ayuda —así me lo dijeron— del S.E.R.E., si la información es cierta. De todos modos, siempre había compañeros no inválidos dispuestos a prestarles toda clase de apoyos.

Alguna vez el Parlamento francés se ocupó de los presos españoles en !os campos de concentración. ¿Quién no recuerda aquellas tumultuosas sesiones parlamentarias? Pero fue para denigrarnos y escarnecernos, hasta el punto de que hubo un «ultra» que propuso meternos en barcos agujereados y abandonarnos en alta mar.

Fueron muchas las familias completas españolas que buscaron asilo en la vecina Francia. La tragedia de esas familias es un capítulo importante en la odisea de los republicanos españoles, en un país donde el respeto a la familia está altamente desarrollado. Yo tuve la desdicha de presenciar el desmembramiento de ellas, obligando a los padres a separarse de sus madres, esposas, hermanos o hijos. No es necesario reproducir aquí los dramas de estas inhumanas separaciones en momentos en que todos y cada uno necesitaba el mutuo apoyo para sobrevivir. Cualquier familiar normal puede imaginar el desastre a que eran lanzadas estas familias. Un ser libre puede luchar mejor por su vida que aquel a quien quitan el calor de la familia.

Han pasado más de 30 años y muchas familias siguen recordando, quizá aún esperando, al hombre que las sostenía con amor. Nunca más supieron de él. Y es que muchos españoles murieron víctimas de la guerra, o perecieron de privaciones, dolor y amargura, lejos de los suyos. He tropezado en España con muchos protagonistas de la tragedia francesa. Una vez más me he convencido de la grandeza moral de nuestro pueblo. Casi todos han olvidado las penalidades de los campos de concentración franceses; y es que olvidar y disculpar tiene el mismo significado.

N.R.