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Introducción a la historia de la Guerra Civil Española

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Biblioteca de la Guerra Civil. Editorial Folio

Militares y república: entre la lealtad y la conspiración

Por Por Gabriel Cardona

Profesor de Historia Contemporánea. Universidad de Barcelona

Los militares no se opusieron al 14 de abril. Tras sus tensiones con Primo de Rivera y el rey, acogieron el cambio con la misma expectación inquieta que muchos españoles de clase media. La Dictadura había dado palos de ciego en el Ejército: en 1924 tuvo discrepancias con los militares de Marruecos, en 1925 se descubrió una conspiración en la Península, 1926 fue el año de la sanjuanada y la cuestión artillera y en 1929 se sublevaron los artilleros de Guadalajara mientras hervían de intrigas los cuartos de banderas. Al no impedir las arbitrariedades de Primo, Alfonso XIII se había desprestigiado ante los ofendidos que, sin dejar de ser conservadores, se sintieron antialfonsinos y, más tarde, antidinásticos.

En 1930, Primo de Rivera no pudo contar con el apoyo de los capitanes generales y abandonó España. Un buen número de militares estaba ya por la República y a fin de año se alzaron la guarnición de Jaca y el aeródromo de Cuatro Vientos. Mas cuando Alfonso XIII cayó, la mayoría de los militares seguía siendo monárquica, y Berenguer, hombre de la confianza regia, fue sorprendido por los tratos con el Comité Republicano. Si el general primorriverista Sanjurjo puso a disposición del nuevo gobierno a la Guardia Civil, fue resentido porque el rey había dejado caer al dictador.

El gobierno provisional, impulsado por Azaña, se dio prisa en consolidar su poder. Antes de las medidas sociales de extrema urgencia (decretos de 28 de abril sobre campesinos arrendatarios, términos municipales y salario mínimo) destituyó a los capitanes generales y mandos de Aviación. Todos los oficiales firmaron un compromiso de fidelidad política (Prometo por mi honor servir bien y fielmente a la República, obedecer sus leyes y defenderla con las armas). El Somatén, milicia política organizada por la Dictadura con sus partidarios, quedó disuelto y desarmados sus 30.000 miembros. Sanjurjo, jefe de la Guardia Civil y alto comisario en Marruecos, pasó a ser el hombre de confianza.

Interesado en los temas castrenses a raíz de la gran guerra, Azaña ocupó la cartera de Ejército porque sus compañeros de gabinete se confesaron legos en la materia. Azaña confió los mandos básicos a generales republicanos o liberales y la Aviación a Ramón Franco y sus amigos, pero dejó a hombres de la Dictadura en puestos claves.

Muy personal en su actuación, pronto se enemistó con antiguos republicanos como el general López de Ochoa, el teniente coronel Mangada o, sobre todo, con el comandante Ramón Franco, un mito popular republicano al que cesó el 26 de junio de 1931. Azaña había escrito en su diario: Estoy dispuesto a separarlo del Ejército y a todos sus amigos. El régimen no estaba sobrado de ellos, pero Ramón Franco no volvió a la Aviación mientras fue ministro Azaña.

Las ideas de Azaña sobre el Ejército eran inconfundiblemente liberales. A fines del XIX y principios del XX, la política militar de la Europa democrática se orientaba hacia ejércitos eficaces y políticamente disciplinados. También el liberalismo dinástico español sintió esta preocupación y propició, con Canalejas y Romanones, un reformismo militar que nació sin bríos o murió antes del parto.

La reforma, obra personal de Azaña, asesorado por un gabinete de militares progresistas y auxiliado por los dos hombres decisivos del último ministerio monárquico, el subsecretario, general Ruiz-Fornells, y el jefe del Estado Mayor Central, general Goded, se plasmó en unos 30 decretos que las Cortes convirtieron en Ley el 16 de agosto de 1931.

Con el legalismo típico de la obra republicana, estableció Azaña las bases de la defensa nacional de acuerdo con la doctrina militar francesa salida de la gran guerra. Amplias medidas administrativas y jurídicas circunscribieron la competencia militar al estudio y preparación de la guerra y devolvieron a la administración civil los poderes concentrados en el Ejército en cien años de conflictiva historia.

Un servicio militar de doce meses proporcionaría soldados para unidades permanentes. Estas serían escuela en tiempo de paz y fuerza de cobertura para la movilización general en tiempo de guerra. La mitad de los regimientos, algunos con menos de cien hombres, fueron suprimidos; se redujo el Ejército de Marruecos. Pero apenas disminuyó la tropa de la Península.

El escaso material se concentró en una organización más simple que la anterior para ganar en economía, agilidad y eficacia. No se creó un nuevo ejército, sino que se quitó burocracia y personal sobrante del antiguo. Con poco dinero y acuciantes necesidades sociales, apenas compró Azaña material de guerra; enfocó sus esfuerzos a la reorganización general y al reajuste de escalafones. Sus enemigos llamaron a eso trituración del Ejército.

Política de personal

Siendo la proporción oficial-soldado unas cinco veces superior a la de Francia, se ofrecieron las condiciones de retiro voluntario más generosas de nuestra historia: quien decidiera marcharse, percibiría el sueldo íntegro. Aceptaron los que ya esperaban poco de la carrera y permanecieron los de mejor porvenir profesional. Obtuvieron el retiro 84 generales, 8.650 jefes y oficiales y 1.866 clases y cuerpos auxiliares.

El problema de unos escalafones saturados desde 1839 se resolvía por primera vez. No se alteró, sin embargo, el esquema ideológico. Azaña no pretendía hacer un ejército político y no lo hizo. No transformó la actitud de los militares hacia el régimen. Pero desapareció la cúpula de ancianos generales conservadores que habían estimado demasiado avanzados algunos ensayos fascistas de Primo de Rivera.

Los generales y coroneles maduros eran un lastre para el reformismo republicano y para los oficiales jóvenes ganados por la acción.

Esta desaparición potenció a la generación de 1915 (Franco, Asensio Torrado, Orgaz, Varela...), que comprendía desde generales a comandantes. Promovidos después de la Ley de Jurisdicciones (1906), habían aprendido en la guerra de Marruecos duras lecciones de acometividad y decisión. Desde el verano de 1925, la mayoría de los africanistas cerró filas tras Primo de Rivera, aunque un grupo se inclinó a la oposición. El 14 de abril, los 25 generales más jóvenes eran africanistas ascendidos con la Dictadura y sólo un tercio de ellos se acogió al retiro de Azaña.

En la estructura interna de la sociedad militar, Azaña fue más audaz: unificó las es-calas de oficiales de carrera y de tropa, sació las viejas reivindicaciones de las clases y obreros militares con dos cuerpos, el de Suboficiales y el CASE, expresamente creados para ellos; organizó hogares del soldado y modificó la enseñanza militar, aunque no presionó sobre la formación ideológica de los alumnos, campo abonado por la Dictadura.

La ilusión de un ejército apartidista no era fácil en una Europa donde el fascismo politizaba las bayonetas. La derecha española, con un pasado político atronado por golpes de tambor, utilizó como pretexto las reformas para atraer a los militares disconformes. Se presentó la reorganización de 1931 como la venganza de un monstruo que había sido expulsado deshonrosamente de la academia de Artillería. La patraña se creyó, se divulgó y ha sobrevivido hasta hoy. Pero Azaña no fue cadete.

Conspiraciones

El primer verano de la República estuvo lleno de rumores; se temía un golpe militar. Azaña creía controlar la situación mediante su acción sobre los generales, pero los canales jerárquicos se interrumpían, a menudo, en mandos intermedios desafectos, con lo que muchos militares republicanos se sentían marginados o perseguidos. El ministro lo sabía, pero creía en la eficacia de sus relaciones con la cúspide. Le inquietaba más cualquier lío cuartelero tras el que vislumbraba un soviet de soldados o los manejos de algún aviador revoltoso.

La primera conspiración organizada se debió a un grupo de retirados alfonsinos encabezados por generales (Cavalcanti, Barrera, Ponte) y con algún apoyo financiero aristocrático desde julio de 1931. Pocos militares en activo se comprometieron entonces. Azaña, sin embargo, deportó en septiembre a tres de ellos a Canarias (Orgaz, Ortiz de Zárate y Sanz de Vinajeras). Mas no actuó contra los retirados, que eran el grueso de la conjura, por carecer de armas legales para hacerlo.

En el tránsito al año 1932, feroces enfrentamientos entre paisanos y guardias civiles (Castilblanco y Arnedo) indispusieron a Sanjurjo y el Gobierno. Entonces, en enero de 1932 se encargó la reducción del levantamiento anarquista del Alto Llobregat al general Molero Lobo, un hombre disciplinado y comedido, y al mes siguiente articuló Azaña una combinación de mandos, típica de su forma de ejercer el poder, por la que Sanjurjo pasó de la Guardia Civil a los Carabineros, una policía fiscal ajena al orden público.

En la primavera, la conspiración cobró fuerza. En Roma, Ponte obtuvo apoyo moral, pero Sanjurjo se comprometió y también Goded, aunque sin aceptar la autoridad de los viejos generales retirados. Así, en Madrid, participaban de la conjura los jefes del Estado Mayor Central (Goded), la División Orgánica (Villegas) y la 1 Brigada (Caballero). Los tres concurrieron el 27 de junio de 1932 a una concentración militar en Carabanchel. Allí, el teniente coronel Mangada replicó a sus reticentes discursos políticos con vivas a la República. Obligado por el escándalo, Azaña arrestó a Mangada y sustituyó a los generales por hombres leales al Gobierno: Masquelet, Virgilio Cabanellas y Romerales.

Gracias al incidente de Carabanchel, cuando la sublevación estalló el 10 de agosto, sólo grupos de retirados se pronunciaron en Madrid; en Sevilla, Sanjurjo amotinó a la guarnición, pero ésta le abandonó al saber que la Policía había reducido a los revoltosos de la capital. A Sanjurjo, condenado a muerte, se le conmutó la pena por cadena perpetua; cinco generales causaron baja en el escalafón y otros implicados se exiliaron, ingresaron en prisión, fueron deportados al Sahara o quedaron libres por falta de pruebas.

Después se supo que la conspiración era más amplia. El Gobierno debía admitir que su control sobre el Ejército se reducía a sus buenas relaciones con generales republicanos, pero Azaña, siempre convencido de su papel, pensó que su reforma había desterrado el pretorianismo y que aquel era el último pronunciamiento en la Historia de España. Sus malas relaciones con muchos oficiales republicanos derivaron en ruptura y algunos de éstos evolucionaron hacia el socialismo.

El análisis de los conspiradores reveló que había faltado organización; los compromisos eran débiles y sus propias indiscreciones habían informado a la Policía. Tenían la simpatía, mas no la colaboración de la gran derecha, y sin su concurso estaban aislados. Había entonces militares en todas las formaciones políticas, pero la mayoría de los conspiradores prefirieron no subordinarse a los civiles y constituir un movimiento propio.

Y mientras los conspiradores de agosto que habían podido exiliarse o no fueron condenados buscaban respaldo político en Renovación Española y ayuda militar en Italia, a fines de 1933, el coronel retirado Rodríguez Tarduchi formaba con otros primorriveristas la Unión Militar Española (UME), tan inoperante al principio como todas las conjuras madrileñas de café. Pero su sucesor, Barba Hernández, un oficial de Estado Mayor implicado en la sanjurjada y que había acusado públicamente a Azaña de ordenar la matanza de Casas Viejas, impulsó a la UME con independencia de los generales y reclutó a militares en activo.

Avance conservador

El movimiento conservador en el Ejército se vio favorecido por las elecciones de 1933, el rearme moral de la derecha, el avance del fascismo en Europa y la actitud de Action Française a través de Acción Española (Jorge Vigón) y el nuevo diputado Calvo Sotelo, muy vinculado a los nacionalistas franceses.

Reflejo de una rivalidad que se palpaba en la calle, brotaron en los cuarteles periódicos y emblemas fascistas. La amnistía a los sublevados de la sanjurjada y la marcha de Sanjurjo a Portugal estimularon a los conspiradores y decepcionaron, aún más, a los republicanos. La llegada al Ministerio de la Guerra del notario Diego Hidalgo, experto en agricultura del Partido Radical, significó el derrumbe de muchas medidas azañistas.

En octubre de 1934 jugó la izquierda su carta más ingenua con una revolución sin posibilidades. En Cataluña se enfrentaron militares republicanos, escindidos entre obedecer al Gobierno (Batet) o a la Generalitat (Pérez Farras, Escofet, Arturo Menéndez), mientras otros, próximos a la conspiración derechista (López Varela, Martínez Unzué, Lizcano), aparecían como defensores de la legalidad republicana. En Asturias, aunque algunos militares siguieron conductas equívocas (Jiménez de Beraza, Díaz Carmena, Torres), los revolucionarios sólo contaron con un sargento, Vázquez.

El Gobierno encargó las operaciones de Asturias al general republicano López Ochoa, pero el ministro Hidalgo llamó a su lado como asesor al general Franco, quien, sin justificación legal, actuó al margen de López Ochoa, colocando en primer plano a las tropas de Marruecos y poniendo al mando de las columnas a hombres de su confianza. Así, cuando acabaron las operaciones, un buen número de africanistas de su generación eran ensalzados por la opinión de derechas y atacados por la de izquierdas. De este modo, muchos militares fueron radicalizándose.

Antes de la CEDA no había existido en España un verdadero partido de masas de carácter conservador. Por ello, la derecha española era más propicia al golpe que a las urnas. Gil Robles abrió una vía parlamentaria de acceso al poder que congeló momentáneamente las tendencias golpistas. Pero tampoco era partidario de un Ejército políticamente neutral, sino subordinado a sus intereses.

Cuando Gil Robles ocupó la cartera de Guerra a principios de 1935, pudo comprobar que la mayor parte de los militares no deseaban intervenir en una sublevación. Su política estribó en demoler el azañismo secundado por los generales Franco y Fanjul, enemigos de las reformas de 1931. No se modificaron las leyes militares del bienio reformista, pero se las vació de contenido y los mandos republicanos y liberales fueron reemplazados por antirrepublicanos.

Gil Robles exhumó disposiciones de la Dictadura (orden de indeseables, expediente por actos deshonrosos) para trasladar, cesar o coaccionar a los militares desafectos y montó un sistema de espionaje político en los cuarteles. No revisó, sin embargo, las medidas estructurales más combatidas por la derecha, como la reorganización general o los retiros de oficiales; sólo estudió sistemáticamente un proyecto de adquisición de material de guerra que tampoco se llevó a término.

El último acto

Con la nueva situación, se recrudecieron los enfrentamientos políticos en los cuarteles y se extendió la costumbre de acusar de masones a los militares liberales que se quería acorralar. Gil Robles conocía el auge de las conspiraciones y no sólo las toleró, sino que tomó por colaboradores a los principales implicados en ellas.

Cuando su gobierno iba a caer, la tendencia golpista no era aún mayoritaria. Gil Robles consultó a los militares más comprometidos la posibilidad de intervenir, y como fueran negativos los sondeos en las guarniciones cercanas, no se atrevió a jugar una baza arriesgada y dejó el poder. Para los conspiradores más audaces había perdido credibilidad.

Un gobierno de centro-derecha sucedió a la coalición de la CEDA. Fanjul y Goded, cuyas maniobras eran notorias, fueron trasladados, pero Franco y Mola, mucho más cautos y no quemados en las conjuras, permanecieron en sus puestos.

Alcalá Zamora, siempre en busca del difícil equilibrio, intentó que el gobierno de Portela Valladares apaciguase al Ejército, cuya disciplina política estaba quebrantada por las torpezas de Hidalgo y las intrigas de Gil Robles. Ya demasiados militares estaban comprometidos con la junta de generales de Madrid, los alfonsinos, la UME o los carlistas, y algunos multiplicaban su militancia. Su presencia era numerosa en las milicias del carlismo, la UME proliferaba en los Estados Mayores y los falangistas se lanzaban a captar militares jóvenes con mando, olvidándose de los viejos generales y los retirados. En reacción, un militar republicano, Díaz Tendero, creó la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA), que englobó a bastantes oficiales y suboficiales mas a pocos generales.

Todos estuvieron a la espera de las elecciones. En febrero de 1936 fracasó la derecha partidaria de la vía legal y el Frente Popular ganó los comicios. Gil Robles y el general Franco -todavía jefe del Estado Mayor Central- intentaron proclamar el estado de guerra para oponerse al nuevo gobierno, pero varios generales republicanos y Portela Valladares lo impidieron.

El gobierno del Frente Popular devolvió sus destinos a los oficiales de Aviación, Guardia de Asalto y Ejército depurados en 1934-1935 y, según la tradición azañista, puso en marcha una combinación. Los 22 puestos más importantes fueron cubiertos por 14 generales republicanos o liberales, cuatro conservadores y tres conspiradores. Quedó una vacante, porque ni para el precario control de la cúspide disponía el Gobierno de hombres suficientes.

La conspiración definitiva fue consecuencia del fracaso de la vía parlamentaria de Gil Robles, que alentó a los partidarios del golpe. Gracias a la combinación gubernamental, Mola salió de Marruecos, donde había presidido la creciente radicalización de las guarniciones y pasó a Pamplona, sede del carlismo y única zona donde un levantamiento podía contar con la mayoría de las masas populares. Desde allí aglutinó las dispersas conspiraciones y vertebró la rebeldía latente en muchos cuarteles, mientras la Junta de Madrid y la UME se perdían en vaguedades.

En la primavera de 1936, los miembros de la UMRA se desesperaban porque el Gobierno dejaba crecer una conspiración perfectamente conocida. El 18 de julio había importantes núcleos republicanos en el Ejército; la Aviación y la Guardia de Asalto eran mayoritariamente leales a la República; casi todos los mandos de división lo eran también, pero sus propios jefes de Estado Mayor y la mitad de los generales de brigada estaban en la conjuración. Había en España 51 guarniciones importantes. Se sublevaron 44.