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María del Mar Argüelles

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EL ÚLTIMO VIAJE DEL CANTABRIA

Eran las dos y cuarto del día dos de noviembre de 1938 y el Cantabria se dirigía sin contratiempos al puerto de Immingham. Había levado anclas a las ocho de la noche del día anterior en el muelle William Dock de Londres con destino final a Leningrado. Desde el puente alto, el capitán Manuel Argüelles contemplaba los rayos del sol de mediodía sobre el mar; de pronto, por la aleta de babor, a media milla de distancia, observó un barco que navegando a gran velocidad, se dirigía hacia ellos.

 La nave se acercó con una rapidez alarmante hasta que a una distancia de unos trescientos metros, el capitán pudo ver con inquietud que en el pico del palo mayor enarbolaba el pabellón de los falangistas españoles al estilo de los buques de guerra. Inmediatamente, ordenó que la maquina se pusiera al máximo rendimiento y continuó el rumbo, pero entonces, a expensas de su superior velocidad, el barco alcanzó al Cantabria situándose a unos cincuenta metros a babor y continuando paralelamente el rumbo, izó dos banderas con las temidas señales “L. V.”

 Trinidad Chertudi, esposa del capitán, supo que algo ocurría cuando escuchó los pasos de su esposo en la escalera:

-“Hay un barco faccioso a babor y ha mostrado dos banderas con las señales L. V.”-

Un relámpago de electricidad recorrió su espalda, pues en el código internacional de señales marítimas, esto significa “ríndase o hago fuego”. 

 Tras unos minutos, el capitán ordenó virar el barco en redondo y tomar el rumbo hacia el faro de Cromer, la tierra más próxima. Debido a que el otro barco vencía decisivamente al Cantabria en velocidad y cerraba el paso al buque, su determinación era ganar la costa inglesa a todo trance.

 Al darse cuenta de la maniobra, el otro barco viró de la misma forma y en ese preciso instante, un estruendo estremeció a la tripulación: el barco agresor lanza al aire ráfagas de ametralladora.

 El Cantabria continúa sin variación su destino y el enemigo dirige un nuevo fuego de metralla, ésta vez a la caseta de mando, donde a pesar de los destrozos, el capitán y el timonel continuaron su trabajo.

 

A medida que el tiempo pasa, el fuego de metralla se intensifica, se dirige ahora a la caseta de mando. El capitán autoriza al timonel a buscar un lugar seguro y toma él mismo la rueda del timón. Por momentos, debe utilizar una cuerda para evadir los disparos; ahora de mayor calibre y de balas explosivas.

 Al cabo de unos minutos, los disparos han destruido por completo la caseta de mando, y tras una breve pausa, abren fuego sobre el puente bajo, donde se sitúa el camarote del capitán. La confusión y el miedo se apoderan de la tripulación y sus familiares. Algunos hombres,  saltan por la borda presas de la desesperación. Sólo los niños parecen no comprender la peligrosa situación, por  lo que son puestos a resguardo en un galerón que funge como nevera.

 Nadir, el barco agresor, se aleja ciento cincuenta metros. El Cantabria navega en zig  zag para alcanzar cuanto antes la costa inglesa. Son dos y media de la tarde.

 En ese instante, empleando un cañón situado a su popa, el Nadir rompe fuego dirigiéndose a la línea de flotación y al departamento de calderas, donde con gran estruendo, rompe algunos tubos que provocan la pérdida de presión y de velocidad.

 A las tres de la tarde, el barco agresor nota la sólida resolución del capitán Argüelles de continuar el rumbo, y con cañón de mayor calibre, ataca el departamento de máquinas dejando la maquinaria completamente inutilizada y al Cantabria a la deriva…

 El miedo y la zozobra ante el inminente naufragio, reinan entre la tripulación que contempla azorada al Nadir dando vueltas a placer alrededor del Cantabria, disparando cañonazos y ráfagas de ametralladora, y cuya tripulación asombrada no comprende cómo el Cantabria no se rinde.

 A pocas millas de distancia, el capitán Beaton a cargo del navío Monkwood, vibra de indignación. El Cantabria, un barco mercante, no transporta material de guerra y está desarmado. Tanto él como otros buques en alta mar, han recibido el llamado de auxilio.

-“¿Qué se puede hacer por el Cantabria?”-, pregunta un navío belga.

–“Nada, si no disponemos de cañones”-, responde el capitán Beaton.

–“Es una pena, créame que desearía haber podido hacer algo”-.

Ambos conocen lo que se dice de barcos como el Nadir. Disfrazados como buques mercantes, han sido armados secretamente en la Alemania nazi.

Otro barco se dirige ahora a la zona de ataque: el Pattersonian, al mando del capitán Blackmore…

 El Nadir solicita la rendición total del Cantabria, el Capitán Argüelles habla con sus hombres:

 “La situación es crítica. Quien así lo desee puede abandonar el barco. Salvarán sus vidas pero seguramente serán hechos prisioneros.”

 -“¿Y usted capitán?”- pregunta un hombre.

 “Yo seré leal a la República. Permaneceré en el barco hasta el final.”

 -“¿Y la señora?”- la pregunta se dirige a Trinidad.

 -“Mis hijos y yo correremos la misma suerte que mi esposo. Primero muertos que en manos del enemigo”.

 -“Capitán”- se escuchó la voz del camarero Joaquín Vallejo. “Yo me quedo con ustedes”.

 -“¿Así te cueste la vida?”-

 -“Hay valores más importantes que la vida”.- Respondió Vallejo.

 Presa de una excitación mayor, el marinero Juan Gil también decide quedarse.

 Al caer la tarde, los primeros botes con tripulantes del Cantabria se echaron al mar y lentamente, se acercaron al Nadir…

 Poco tiempo después, el primer bote regresó al Cantabria con tres de los hombres que se habían marchado. Traen órdenes de los piratas de abrir los grifos del fondo de la máquina con el objeto de que el barco se hunda más de prisa y que el capitán y el resto de los tripulantes abandonen el navío.

 El capitán ordena al primer maquinista no cumplir lo indicado, tarea que a estas alturas era imposible de realizar dado que la cámara de máquinas estaba inundada. Algunos de los tripulantes que quedaban en el barco, se marcharon con los que habían venido. El Cantabria seguía a la deriva hundiéndose lentamente. Comenzaba a anochecer, aún se encontraban en aguas internacionales, pero se acercaban a las costas de Cromer.

 

Enterado del inminente naufragio, el capitán Blackmore, al mando del Pattersonian, avanzaba con lentitud. Trataba de pasar desapercibido: al estar en aguas internacionales, corría el riesgo de ser atacado por el Nadir. Una de las lanchas que con los hombres del Cantabria se dirigía al Nadir, era susceptible de ser alcanzada por el Pattersonian. Con suma precaución, el capitán hizo señales al bote y ambos se acercaron. Blackmore salvó así, la vida de once hombres. Sólo uno de ellos hablaba un poco de inglés. En medio de la confusión, el capitán creyó que no había más gente en el barco y se alejó a toda prisa hacia Great Yarmouth. En la cubierta del Cantabria con una inclinación cercana a los 30 grados, se agrupaban en torno al capitán su mujer, sus hijos y el camarero Vallejo.

 El fragor de la batalla había alterado la tranquila vida de los habitantes de Cromer, algunos disparos habían incluso, reventado los cristales de varias viviendas. El pequeño puerto se enorgullecía de su flota de botes salvavidas. La estación se fundó en octubre de 1804, y a partir del año de 1932 era comandada por Henry Blogg, quien ya para entonces gozaba de un historial heroico por el que había recibido dos medallas de oro, una de plata y otros tantos reconocimientos del gobierno inglés. El mismo Blogg, acompañado de su hijo Harry y un grupo de hombres, tomó un bote y a pesar de la oscuridad y la niebla, se abrió paso en el mar acercándose al lugar del naufragio en busca de sobrevivientes.

 La noche se cerraba sobre el Cantabria, cuando el capitán Argüelles alcanzó a ver la pequeña lancha que se acercaba mandando señales luminosas para saber si todavía había alguien en el barco. El Capitán respondió de inmediato y sin pérdida de tiempo, embarcaron a los niños, la esposa del capitán, el camarero Vallejo y por último al capitán mismo. El marinero Gil, no pudo salvarse: debido sin duda a las emociones sufridas, bebió alcohol en exceso y fue imposible embarcarlo. Al abandonar el barco, éste tenía una inclinación superior a los 30 grados y se hundía con rapidez. La cubierta sobresalía apenas unos 80 centímetros sobre el nivel del mar. El bote se alejó rápidamente, alcanzando el muelle de Cromer cuarenta y cinco minutos más tarde.

 Poco después del rescate, el Cantabria, hermoso vapor requisado por el gobierno de la república española, perteneciente a la compañía de navegación Alfonso Pérez e hijos; con sus cinco mil seiscientas cuarenta y ocho toneladas, se hundía para siempre.

 El puerto de Cromer saludó a la familia con júbilo y admiración. Los periódicos de los días posteriores no dejaron de ensalzar la bravura de Trinidad Chertudi, el heroísmo del capitán Argüelles, de Blackmore, de Henry y Harry Blogg, la lealtad de Joaquín Vallejo. Una lluvia de cartas y telegramas inundaron a la familia, desde amigos y familiares que habían escuchado el relato por la radio o los periódicos, hasta desconocidos que deseaban saber en qué podían ayudar a la familia, cuya única pertenencia rescatada del naufragio era el título de Capitán de la Marina Mercante Española. (Ramón contaba ahora con un pequeño barco en una botella y Begoña con una muñeca, que habían recibido como obsequios).

 

Días después, el gobierno de Gran Bretaña condecoró al capitán Argüelles por su heroísmo en el mar. El capitán recibió la condecoración y la entregó al camarero Joaquín Vallejo en reconocimiento a su lealtad.

 Ni Trinidad Chertudi ni Manuel Argüelles volvieron a pisar suelo español. Deseando mantener a sus hijos alejados de los horrores de la guerra, viajaron a México en busca de una nueva vida que viera florecer sus sueños.

 Esta nueva patria vio crecer a sus hijos, nacer a sus nietos y bisnietos. Y es para ellos para quienes escribo este relato. Para que cuando pregunten de dónde vienen, sepan que detrás de ellos hay una historia de valentía, heroísmo, lealtad y amor. Que si algún día la vida los pone en medio de un mar oscuro frente al miedo, pueden ser fieles a sus ideales, a lo que aman y sienten; y verán aparecer un bote salvavidas que también estará dispuesto a arriesgarse y llevarlos a buen puerto.

 Yo conocí al capitán y a su esposa en sus últimos años. A mi abuela la recuerdo haciendo frente al dolor con la misma firmeza que hace eco en esta historia. A él lo recuerdo menos, pero no olvidaré nunca la intensa mirada de sus ojos azules. Uno no podía dejar de preguntarse si era sólo su color o si en ellos se había grabado para siempre el reflejo del mar.

M.M. A.